lunes, 31 de diciembre de 2012

Diluido




Cada paso sumerge un sentimiento en aquél rincón; entre junglas y llanuras salvajes. Podría pensar, querido amigo, que al acercarte todo es más fácil, que el puente ayuda a cruzar, que te aproximas cada vez que lo necesito. Y si esa espera se hace larga es porque quizás, no he alzado aún la cabeza para mirar sin contemplaciones, para divisar entre hendiduras mis miedos. No puedo delegar a las grietas mi fortaleza, porque allí se desparrama. He aprendido a mirar desde una visión acotada a la altura de las rodillas, como rumiante que caza al alba, que espera con impaciencia su oportunidad para engullir. Sin embargo, hay algo distinto en aquella mañana, una contracorriente que suena como leve murmullo. Es el pelotón de aquel banco de peces que se enfrenta a la fuerza del mar, apostando por otros sueños posibles, con desenfado absoluto. Quizás desde una sana inconsciencia biológica, quizás porque asumen que la pérdida forma parte del gran viaje. Aquél día el mar me enseñó a que hago grande aquello que es demasiado pequeño, que ese sonido no ha roto nunca los tímpanos, sino que como leve lluvia descansa en la cubierta de mis ideas. Pronto, en otro tiempo, sigo viendo aquellas fisuras entre las rocas, quiero saltar entre ellas, sobrevolar sin sentido, pero no miro. Las sirenas, y la enorme devoción hacia ellas me dispersan tanto, que suprimo mi cuerpo, cerrándolo entre esclusas. Aquella mañana, en aquella mañana, querido amigo, aprendí a no lamentarme de los miedos en esos viajes sin equipaje, a que el sol no me acompañe, a vivir en la distancia prudente que te concede la inmensidad del océano. De ser así, que fue, mi manto de agua abrazó  lo que quiso hacerse reto en las finísimas cuerdas de sonido del rumor del oleaje. Escúchame, me dijo, levanta la cabeza que el camino sigue. Escrudiñando el viento, soltando el vuelo arrugado, ahí todo se diluye, ya no hay grietas, aparece la vereda donde caminar. Querido amigo no hubo nunca espacios o lugares donde no pisar, sólo teníamos que aprender a volar.

Gracias…

Fragmentos de tiempo




Inquietud
Parpadea la inquietud. Hoy está aquí, mañana allí. Como una suerte de oscilación interminable, desparramada sobre la escalera, líquida, imposible de tocar. Hoy reposa en la calma, mañana agarra la batalla. Como un devaneo de cosa insólita, imprevisible, alocada. Mañana construirá el sonido de las gaviotas, pasado será araña tejiendo la tumba.


Atardecer
Ni la noche ni la mañana, sólo el atardecer será amigo y abrigo de mi vida. Qué hacer para vivir en entretiempos, entre soles y lunas. Vestirme o desnudarme ante un sol de justicia. No poder enamorarme por un miedo invisible que me mira con mis ojos; que es igual que yo. Esa historia partida, entre continentes congelados, inmóviles, incapaces de acercar su puerto para que eche el ancla. 
El mundo así, tan desmenuzado e inconsistente que aprendo a resbalar y no morir, a respirar abejas y no sentir el veneno, a llorar como mar y no ahogarme sin respirar. He de aprender a vivir ahí: en ese atardecer inmenso en el que el sol no volverá a tocar nunca más a la luna.
                          


Lento
Lento, tan lento que paran las sombras, que se arrodillan y descansan, que me miran congeladas anhelando a su dueño, que se desprenden en libertad discontinua. Lento, tan lento que las lágrimas del rocío de la lluvia mueren y viven en el aire; suspendidas, como instantes eternos dibujados con cemento. Lento, tan lento que el silencio habla milimétricamente sobre las cosas, las escucha y las nombra. Lento, tan lento que para el mundo, y comienza la vida…

lunes, 24 de diciembre de 2012

Piedras líquidas


Despierto...
a veces sorprende lo inesperado
OjOs mirándose en la piedra que altera el libre fluir del agua  
una roca erosionada por el mar
que el tiempo abraza incesante...
el agua, su latido inasible
soy yo fluyendo
acariciando tantas piedras
pasando por tantos lugares
...
un viejo estanque
la arena húmeda
el oleaje
.
.
.
un fluir que no cesa un solo instante


jueves, 20 de diciembre de 2012

Llanto




Quizás sea el lugar más inapropiado, el espacio más indeseable donde expresarse. La escritura no puede extender su verdad, ni siquiera quedarse cerca. He visto tantas veces llorar que no recuerdo muy bien qué lágrimas me mojaron, y cuáles me resbalaron. No soy capaz de diferenciar si fueron los llantos del amor o los llantos de las pérdidas los que me empaparon, los que me sacudieron, en ese vomitorio que escupe desde nuestras entrañas todo lo que nos sobra, aquello que ocupa demasiado espacio. Podría vivir sin llanto mucho tiempo, casi tanto como quisiera, pero sabría desde el inicio que el no dejar caer las gotas; deponer su vuelo, sería como dejar de huésped a un muerto junto a mi corazón. No lograría ocultarlo, antes o después, lloraría de otro modo; quizás gritando, quizás quebrando las sombras, matando los cielos o emborronando los soles con la llegada de las mañanas. No podría, aunque ahora diga lo contrario. He visto a los hombres llorar tantas veces, escupiendo fuego y vísceras, malhumorados por la sequedad de un corazón que ha perdido una de sus partes, doloridos, huyendo despavoridos para que alguien se siente a escucharlos, abra sus manos y recoja el derramar de los sentimientos de la lluvia sufrida. Espero, sin embargo, callarme cuando juzgo, cuando como teniente me acerco a divisar lo que creo y no sé ver, lo que intento sentir por el otro y no siento. Ahí sólo pido, tan sólo pido, esfumarme, disolverme en el lenguaje y ser capaz, a lo sumo, de apagar la artillería, de silenciar un astuto engranaje de palabras que no sofocan, avivando más el llanto. Querría allí reservarme, pedirme quietud y calma, ser susurro y no voz, arroyuelo y no cascada. Ahora lo veo claro, sólo espero tender mi cuerpo al sol, dejarlo que se derrita, que expulse todo lo que sobra, que permita la entrada de un nuevo aire, que el aire me limpie, me eleve y lance sobre los árboles y los cielos. Mientras tanto tú, el que me observas, quédate quieto por favor, sin miradas entornadas, sin lupa y distancia, sin ese espesor que te hace indescifrable. Quédate, si quieres, entre la noche y el día, entre mi corazón y el tuyo; en ese lugar donde la amistad y el amor comienzan…

Escaleras de regadío




Hoy las fuentes del agua han cesado de murmurar gotas, se han literalmente apagado. En aquella jerarquía de pasos sin sentido que comienzan en el umbral de la calle, donde se sitúan los vestíbulos, inician o se extinguen relaciones y comunicaciones pasajeras. Todos pensaréis que la naturaleza de ese espacio vertical que configura la escalera es, por definición, un espacio avocado a la transitoriedad, al contacto lejano, a la pérdida de la voz por el silencio; como un relevo que sustituye el alboroto ciudadano de los urbanitas del aullido por ese sosiego pacificador de la penumbra oculta. Un estar dentro que calma y apacigua un caminar que al subir, como en una carrera de velocidad sobre el tartán, se modera y va perdiendo fuelle y fuego conforme se va produciendo. Hay algo de cierto en ello pero no deja de ser, como casi siempre, una visión de entrada algo acotada y hermética. El tiempo y el campo libre de la imaginación avivan nuevas cosas, grandes recorridos y en ellos queremos movernos. Pensaremos que esos espacios son también; cuando se fatigan de contacto e ilusión, trincheras donde la guerra cruza y los fluidos se mezclan. Me cuesta imaginar que aquella cuesta o pista que se alza sobre mí es tan sólo la manera de unir o tejer espacios, de dotarlos de cierta coherencia para que, los hombres al recorrerlos no sientan miedo y fatiga. La fatiga, sin lugar a dudas nubla, y en ocasiones viene asociada al vértigo y la velocidad. No podemos en ningún modo sentir  alivio en estos lugares verticales si nuestros compañeros de viaje precipitan el éxodo e instauran el arrebato como instrumento conductor. No sentiremos jamás de ser así, la fuente de energía que sacude nuestras arterías al ralentizar nuestro paso; averiguando como allí, el tiempo termina siendo otro. Las escaleras huérfanas de relaciones e hijas directas del secano son también espacios de regadío, motores de la seducción y la comunicación. Quizás haya que aventurar que poseen una cualidad precisa y particular: la incertidumbre. Un distinguido y peculiar visitante que consagra y facilita las relaciones, a pesar de una pretendida predisposición general a su rechazo. Sin lugar a dudas las escaleras de regadío son compañeras directas de la incertidumbre, de la duda, de lo imprevisible y, por eso mismo, merecen un tiempo y dedicación especial para su disfrute y entendimiento. Quién no ha sentido esa fugaz mirada pasional y entornada, cruzada desde el sutil juego de la seducción, ese punto intermedio que se sitúa entre escalones; unos que suben otros que bajan; como nuestras pasiones y sentimientos. En esa ladera de peldaños construidos reaparece la metáfora y la fuerza irónica del amor, entre el estar cerca o lejos, el acercarse o huir, el atreverse o salir corriendo. Sin embargo no hay nada como sentir la punta de los pies sobre esos escalones, volviendo  a pender de un hilo nuestro equilibrio roto, nuestra esperanza o desventura en la conquista. Da igual el resultado; positivo o negativo, lo importante es el grado de consciencia que adquirimos al caer en la cuenta de su poder como horizonte que separa o une el contacto con los otros y nosotros mismos. La incertidumbre adquiere un grado supremo al decidirse todo en el cruce o intercambio compartido de caminos. En aquél juego todo se convierte en un hermoso escaparate de sueños y posibilidades, de apariencias y realidades. Vuelvo a pensar que en ese delicado equilibrio que se asegura con la manifestación de las barandillas, se instaura un orden de comunicación que desgraciadamente tiende a convertirse en residual cuando perdemos la visión amplia sobre el fenómeno. Pararse sin urgencias es necesario en cada espacio que visitamos, pero las dificultades crecen cuando la espera viene empujada por la inercia producida en la subida y la bajada. Por eso mismo es aún más necesaria esa parada en seco que abre un campo nuevo de visión con el que conocer la arquitectura, con el que facilitar la comunicación. Allí en la detención que deja frenada sobre el asfalto, el tiempo es otro, es nuestro, la seducción comienza y la conquista se convierte en compañera vital de nuestro mundo.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Tierra




Querida tierra no te preocupes, yo te acompaño. No te olvido ni te olvidaré nunca porque custodias cada paso que doy, cada hálito de mi respiración. No decaigas a pesar del castigo, hay alivio, un abrazo cerca, detrás de aquél cerro. La tierra es esa huella biológica que ha dejado la historia para nosotros. Una singular y fiel acompañante que no abandonará nunca nuestro camino. El dolor que hoy padece nos toca, sí nos toca, porque su amanecer diario se ha vuelto, en ocasiones, artilugio de mediocres, de especuladores vacíos. Ahora recuerdo todas las tierras de mi niñez, como cuerpos orgánicos que protegían nuestra desnuda adolescencia, tan frágil, tan perceptiva. Allí siempre aparecía como ligazón de capas y capas de fuerza, de estructura para todos nuestros sueños. No quiero, en absoluto, lastimar este pequeño relato con episodios anecdóticos de la niñez, pero si me gustaría centrar mi atención en el papel que la tierra tiene como organismo decisivo en nuestra conducta, la inseparable relación que tiene con las personas. La desgraciada cadencia egoísta del hombre contemporáneo nos ha llevado a perder la visión sobre este fenómeno. Nuestra relación con la tierra en el día a día se ha tornado distante, casi nula. No entendemos, o no queremos entender que formamos parte de ella, que somos seres táctiles. La higiene del mundo ha generado filtros y más filtros con los que ver la realidad favoreciendo poco a poco ese distanciamiento inconsciente que el ser humano vive con respeto a la tierra que pisa. No tenemos que irnos muy lejos, en la inmediatez del portal de nuestra vivienda encontramos esas fugaces y transitorias relaciones. Relaciones anónimas que no son sólo el producto de una conducta protectora con el yo o el resultado de una cuidada introversión ciudadana, sino más bien, la pérdida del contacto directo con nosotros mismos. Quizás no necesitemos tanto la exaltación del tacto ciudadano cuando lo que añoramos es el delicado circuito de la intimidad, la evocación directa con nosotros mismos. Posiblemente ese sea el primer paso que dar. Nos peleamos con leyes o sistemas de conducta que consideramos inapropiados cuando a lo mejor estamos compartiendo en más de una ocasión síntomas o esquemas muy parecidos con ellos. El mundo y la tierra no nos espera, está ahí, en cada paso que damos. Cuántas veces caemos en ese recinto de abstracción metal en el que nuestras preocupaciones hacen su aparición como una pista de ceniza que todo lo cubre. En aquél recorrido nos movemos dejando escapar enormes acontecimientos que ocurren delante de nosotros. De nuevo ahí actúan los filtros, los centrifugados de aquella realidad paralela, si se quiere múltiple que todos tenemos. En ese escenario inventado, lleno de conflictos y de escapadas, perdemos un poco el contacto con los sonidos, los colores, los olores y las manos de la tierra. Nos alejamos escogiendo una distancia que es ingrávida, levanta nuestros pies del suelo generando una angustiosa ansiedad, un desarraigo devorador que al final castiga nuestro sistema nervioso y físico. Entrar en contacto con la tierra implica apoyar los pies y las manos sobre ella. No hay sentimiento de desarraigo, de posible orfandad que no encuentre cura en este contacto abierto con el alma de la tierra. Ella es la primera gran madre, la que sigue y seguirá estando siempre con nosotros. A pesar de las pérdidas, de los alborotos emocionales, basta con un giro de nuestro cuerpo para sentir que no estamos solos, que siempre estuvimos acompañados. Sin embargo nos resistimos a creerlo y comprenderlo. Nuestra incauta puesta en acción suele ser por definición devastadora. El día a día sobre la tierra termina constituyendo un enjambre de relaciones complejas en el que la claridad se diluye y la contaminación se convierte en motor del mundo; rugiendo, fracturando y partiendo nuestro cuerpo. La tierra se desvanece de ese modo apareciendo un complicado puzzle o engranaje de piezas incoherentes sin memoria ni forma. Su búsqueda provoca finalmente el infarto.
Querer estar cerca de la tierra es precisamente renunciar a la base misma de nuestros intentos de conquista, es sobrevolar por encima del acantilado metal autoconstruido que alimenta nuestra realidad paralela, es alejarse para poder acercarse. La tierra sin esperas nos acompaña pero exige revisitarla olvidando la lesión que provoca nuestro desconcierto y olvido. Ahí tan cerca la tierra es tuya, recuperas su corazón y por fin escuchas como late el tuyo.

Agua, más agua


Esa ha sido tu vida, una acuarela diluida. Siempre más agua,  al llanto, al fuego, más agua. La serenidad despejada de tu frente, de ideas, de silencio sin palabras. Escuetas, medidas, herrándolas  al cielo. La lluvia fue tu garganta, no necesitaste apagarla. Cada puerta, cada artería abría su alma cuando desde el cielo caía.  Las gotas, los árboles y sus hojas rugieron por velar por tus sueños, en los que renacías cada noche y siesta. Eran tus amigas las huertas, los campos de trigo y girasoles, los que visitabas con ojos de niño y narrabas con palabras de adulto. Son esos campos los que te acogieron, como aquél urbanita desesperado que huye del grito gris ciudadano, y alcanza la serenidad de la tierra del campesino. No hubo tiempo rápido en tu paso, por pensarse tanto, al diluirse, al fundirse con el suelo. Y en ese camino abriste tanto los ojos que no quedó nada por ver ni sentir, todo se sintió tanto que debiste soñar más, para poder inventar, para seguir sintiendo. Crujiendo y partiendo los grandes relatos te quedaste en los rincones ocultos y heridos de la mente. Allí acampaste; huérfano de servidumbre y exhausto de libertad. Homenajeando a la lentitud que fue tu amiga; la que te acompañó siempre. Alabando a la piedra que esculpiste; en sus grietas. Ahora el tiempo te despide, esperando nuevo paso, y se acerca a través de una bocanada de agua, de agua clara, de lluvia que ilumina. 
Ahí te veo, querido padre... 
no te olvido
“lluvia, agua clara, la lluvia…”

martes, 20 de noviembre de 2012

Exploración del límite_el aire

¿Cual es el límite entre tu cuerpo y el mío?

Cierro los ojos y respiro 
el aire 
que impregnas 
y te diluye, 

mientras tanto, tú 
estás haciendo lo mismo.

El aire, como lo más íntimo y cercano,
como lo que nos habita sin expresarse,
como el impulso vital que nos transforma,... 
es nuestro límite más preciso.
Y nosotros, 
antes que nada, 
NOS RESPIRAMOS…


SANAA: la exploración del límite en cuatro pasos


La arquitectura de SANAA llama la atención, en el marco de la práctica contemporánea internacional, por la aparente sencillez que a primera vista nos transmiten con sus obras. Quizás estemos hablando de una arquitectura no contaminada que aspira a liberarse del mayor número de convenciones posibles que a lo largo de la historia se ha ido adhiriendo a la disciplina; podría tratarse de una arquitectura sin atributos, que reanuncia a todo aquello que no tiene que ver con el espacio habitable y las relaciones humanas que este posibilita. 

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For the apparent simplicity that its works transmit to us at first sight, SANAA’s architecture is eye catching in the contemporary international framework. Perhaps we are talking about a non-polluted architecture which aspires to get rid of most of the possible conventions that during the history have gone sticking to discipline;  it could possible be an architecture without attributes, which gives up to all that has nothing to do with the living space and the human relationships that it enables.  

martes, 13 de noviembre de 2012

Levedad




Volando sin patria de ideas, sin brasero, sin antorcha que ilumine el camino. Poco o nada queda de las líneas de fuego, de ese territorio delimitado. Ahora todo desvanecido, en una suerte volátil de mundo de piedras sin consistencia, de arena desmenuzada. Como torrente de río alocado, sin rumbo, sin horizonte helado. Más pena siento por esos lugares inapropiados del llanto, del correr desnudo de la memoria, inmaculada memoria. Por qué serás tan explícita que no callas, ni siquiera cuando se te pide. Qué descarada aparición de la biografía. Hazte amiga, no lastimes. Acércate, descansa, que otros hablarán por ti. No les robes la palabra, querida memoria, que ya se apresuran, como lagartos al sol. Hablan, murmuran cosas; gotas frías, herrando ascuas. Medias tintas no sirven, todo o nada. Son los hombres de la empatía, fugaces, empobrecidos por el riguroso culto al yo eterno. Medid vuestro espacio les diría, pero es tarde, ya han entrado. Ahora me queda esperar que el umbral emocional no conceda tregua, huidizo, inquieto...
Por favor piérdete!
Y que no te encuentren…

martes, 23 de octubre de 2012

Siluetas





Todos no aferramos a no perdernos en la espesura. Intentamos que siempre sea así. Con ello nos contentamos y aseguramos, de algún modo, nuestra esperanza de futuro. Sea de un modo o de otro, el pánico de adentrarnos en el espacio líquido contemporáneo nos obliga a consolidar nuestra posición en el mundo, a vigilar con hormigón nuestra retaguardia. De esta manera la imprevisibilidad de la realidad se cerca, enumera y engulle por la puesta a punto de nuestra dócil consciencia. Tan lejana y prohibida queda la laguna de paso, que sólo si es por un puente cruzamos. No somos una sociedad de riesgo, al contrario. La pereza es nuestra bandera y de llegar la crítica, ésta sólo se produce en un frontera inoperativa, inhábil, incapaz de tocar tan siquiera el umbral de la realidad exterior de la que queremos formar parte. El esfuerzo se reduce a un falso egoísmo que dulcifica nuestra conducta, la relaja, la adormece, la vuelve silueta estática de la realidad y allí, en ese mundo construido acampamos y dormimos.
Qué vida perruna, nómada por ideología y sedentaria por “sedimento” físico alienante. Queremos estar ahí, jugando la realidad y sin embargo, somos espectadores lejanos, casi siderales. No pasa nada para la mayoría de la gente, en general este estado errante facilita la comodidad, el alimento medio o bajo y una butaca retirada del cuadrilátero de la lucha. A lo sumo un olor, algo que salpica o el vociferar de otros que algo más valientes por lo menos, han superado alguna otra capa en su búsqueda. No pasa nada, cada uno elije donde quiere estar, donde situarse. Pero, ¿realmente es así.?; ¿Creemos decidir, o decidimos dentro del campo de juego que se nos da? Quizás aquí aparezca la primera y vital de las dudas, la primera de las grandes problemáticas; ¿Cuál es realmente nuestra libertad de decisión?
Decidir queremos todos y así lo expresamos, ¿pero desde dónde? Vuelve a murmurar el revoloteo incesante de una cuestión con difícil respuesta. Para bien o para mal, el territorio dulcificado de la realidad que se ha creado ante nuestros ojos pretende, antes que nada, que apaguemos la voz, que apelemos a la “responsabilidad” de la pereza insonora, que nuestra instrucción a través de los medios o del lenguaje sea sutil, disipando el ronroneo de los tambores y la práctica militar. No oiremos jamás otro grito beligerante, no interesa. La batalla se decide en lugares alejados del ruido porque esa falsa revolución silenciosa; nuestro escaparate del día a día, pretende sustituir la realidad por otra pública que al final devoramos. Ojos que no ven y que no oyen, dicen, corazones que no sienten. Así el mundo se convierte en una suerte de siluetas desdibujadas que por no tener rostros, por no escucharse y mucho menos tocarse ya no son identificables, y por lo tanto, denunciables. Derretida esa batalla, el hombre ha decidido descansar sin pugnar en ella. Un guerrero sin guerra, sin heridas, sin munición gastada. Desprovisto de pérdidas, engalanado de victorias por no haberse si quiera, despeinado. Feliz porque la trinchera de fuego enmudecida queda tan lejos que durante mucho tiempo la siesta estará totalmente garantizada.
¡Larga siesta para los hombres que nunca durmieron porque en realidad estaban muertos!

                                                                                                                        P. Ufarte