jueves, 29 de agosto de 2013

Risas de la ciudad



¿A qué huele la risa? ¿Cómo sabe? ¿Sabe a melancolía? He medido un poco más el paso hoy. Salí de casa con un libro bajo el brazo. Subí al tren y me dirigí a la biblioteca. He apoyado mi hombro sobre el cristal del tranvía y de repente he mirado desde dentro. De repente me he preguntado. Desde dónde nace la creatividad? Me ha surgido esta pregunta al ver a dos chicas bailar y reír sin parar mientras conducían. Estaban en su mundo, ajenas a todo. Posiblemente sin preocuparse de prioridades, de obligaciones, de miedos. Alejadas de las reglas, las señales de parada y vigilancia. Sólo reían, tan sencillo como eso. Me venía a la cabeza entonces la idea de la velocidad amable. Otro forma de expresión de nuestro tempo humano. Esta vez era escogido, un pálpito compartido entre dos chicas que acompañaban la música con el movimiento de sus cuerpos. El medio técnico ahí no era tan trascendente. Había perdido su fuerza manipuladora, cautivadora y estaba al servicio de la risa. Era inmenso ese momento. Tan lanzado, tan libre y sin nada que pudiera pararlo. La trasparencia vítrea de los cristales me recordaba aquél talante de la modernidad que ha sido tan discutido. Pero toda la trasparencia era secundaria, no tenía importancia. Eran las grandes bocas estallando en el vehículo lo que impactaba, lo que realmente seducía. Su enorme libertad. Al final se trataba de dos personas que habían escogido su propio mundo. Ahí surge, sin duda, la raíz de todo acto de libertad y probablemente el primero de los instintos creativos que tenemos. No sé qué olor tenía su risa, ni tampoco su sabor. Pero había un aura de melancolía en todo aquello. En un mundo en donde la crítica se empeña en dilapidar los caminos, en cercarlos, en categorizar; poder escoger, elegir tu propio mundo hace saltar en pedazos todo. No hay no “lugares” que no podamos hacer nuestros, que llevándolos al límite estrujen sus fronteras sólidas para hacerse amables y cercanos. Esa es la parte de melancolía que surge. Una extrañeza casi voraz, en ocasiones, insalvable. La extrañeza de que a pesar de lo que digan seguimos aferrados a la tierra, a nuestros instintos más primitivos y eso, afortunadamente, nos salva. De todo este viaje de mañana me quedo con eso.  Aunque viajes desprendido en velocidades ingrávidas sobre raíles, quedará siempre la risa. La risa amable y humana que nos acerca a la tierra.

 

Velocidad amable


Amable y curiosa. Casi es un despiste. Se mueve lentamente y origina un encuentro. Un paseo familiar en bicicleta. Una carrera de sudor por adoquines y piedras. Un paseo respirado, interno. No todas las formas de velocidad son detestables. Si Virilio afirma que la velocidad y la técnica han originado un distanciamiento del hombre con respecto a la tierra que pisa, también puede considerarse que la velocidad puede llegar a convertirse en uno de los más refinados motores que ayudan a conocer la ciudad y sus habitantes. Sin duda hablamos de velocidades amables no adscritas a medios técnicos sofisticados. No son despiadadas ni dependen o se construyen en los medios de consumo y en las propuestas de ocio más comunes. Se adiestran en territorios mucho menos convencionales y están sujetas a voluntades de tierras y piedras. ¿De tierras y piedras? Sí. Emergen de una voluntad precisa de abandono de la “ilusión del aire”; un camino que se desliga de ese mundo ingrávido, si se quiere volátil que ha sido creado frente a nuestros ojos. No dependen de autopistas, trasatlánticos, vehículos o aviones, sino que emergen del contacto del hombre directo con sus pies sobre la tierra. A menudo perdemos este sencillo sentido de la inmanencia. No se trata de sobrevolar con fotografías, postales o paseos a caballo la ciudad. Se trata de emerger de ella. De un contacto íntimo con las entrañas de la ciudad. El hombre no es capaz hoy día, en la mayoría de los casos, de visitar la ciudad sino es ataviado con un gran número de elementos técnicos que al final provocan ese trascender, ese alejamiento. Cada vez son menos las personas que cruzan corriendo la ciudad, que atraviesan sus calles, que dejan su sudor y su olor. Que son capaces, como afirma Kundera, de sentir el paso de su tiempo e instante, de la inevitable maravilla del envejecimiento. El aire es casi siempre el mundo donde uno se mueve, ese aroma cautivador del shopping, de la conquista del mercado. Perfumados, vestidos de gala y repeinados salimos a la ciudad para exhibir nuestras capacidades de conquista, recogida y simulación. Quedan pocos ciudadanos que corren con amabilidad en la ciudad. Que han dejado su ruta de sudor y lágrimas por los barrios, los centros, las plazas. Que desprenden realidad y autonomía. Que son, en definitiva, la muestra de una autenticidad escogida y sin tapujos. La velocidad amable es una suerte de reconquista del hombre y su mundo. Es un paso saboreado, un hálito que golpea con fuerza en la puerta de nuestra consciencia. Y ya no para, sigue caminando, emergiendo en cada zancada sobre el asfalto. Se trata de un acto de rebeldía, de coalición bélica contra la otra velocidad que ya no es nuestra; la que nos separa. La velocidad amable muestra nuestro lado más humano. Necesita de esas formas de expresión que se originan en la lentitud del espíritu. Y es ahí donde la ciudad no se visita, no se sobrevuela. Es, sencillamente, nuestra. Una hermosa criatura que nace y desarrolla en de cada uno de nosotros.