domingo, 28 de junio de 2015

La larga luz y la lluvia




Quizá haya llegado brotando hasta aquí desde Moratalla. Con el mismo rumor que agujerea los tímpanos delicadamente. Quizá haya perfumado todo de azahar y primavera. Que se haya sobrepasado el límite estacional. Quizá haya envuelto la rudeza del cerramiento del edificio del garaje junto al balcón, de hiedra y jazmín. No lo sé. Pero la luz se ha alargado hasta aquí. 
La ciudad puede vestirse como quiera, y muy probablemente permanecerá con la misma cara boba durante un buen tiempo, pero nuestros ojos pueden cerrarse y llenarse de imaginación. Toda la luz de la lluvia, aunque parezca que no exista, brinda al hombre un sueño: mojarse de sol. Esperar a protagonizar algo imposible, inalcanzable. 
La ciudad no es un volumen acabado, ni siquiera podría serlo por mucho que nos empeñáramos. La lluvia, tan sólo la lluvia la cambia. Y eso habla de la hermosa vulnerabilidad de la ciudad. 
Recorrer la espera de lo acabado, sugerir la limpieza, esperar de rodillas la higiene es, sencillamente, una utopía inapropiada. Hay que saber esperar el cambio como un refugio estable, a pesar de lo que digan. Hoy la lluvia cae, moja la sequedad de los geranios muertos tras el periodo estival, y brinda a su marrón quemado, la posibilidad instantánea de una vida. Hasta lo muerto y lo perdido, tienen una nueva oportunidad -en el instante de la lluvia-, para resucitar. Esa es también nuestra prolongación, porque somos todos esos geranios debilitados al sol y arrugados por la lluvia. Nos movemos como ellos, según las estaciones. Y podemos brillar cuando parece que todo puede estar perdido. 
Si la lluvia es capaz de congelar a la muerte, retarla y sacudirla. Si la lluvia es capaz de hacer que broten palabras y poesías de los asfaltos y los contenedores de la basura, imaginaos que podría llegar a hacer con nosotros. Todo depende de la prolongación, de la prolongación de la luz interna. La que pude ver en Moratalla en una amanecer de exceso y abundancia, la que manipuló las retinas obligando a cerrar los párpados por su intensidad. Aquella luz que hoy era lluvia. Aquella luz que hoy era sonido y vida en el balcón, es una prolongación de nuestro cuerpo. Tan desnudo como la lluvia misma que cuando cae, ni señala ni acusa, ni acumula maletas, gafas o sombreros. Que no se aferra a aguantarse en las nubes, peleando e insultando su propuesta de caída. Que no se subleva por la búsqueda de la máscara o el disfraz por no verse bella al desprenderse. Que se sublima a la piel arrugada y envejecida que la cubre, sin dejar de sentirse joven y astuta. 
Así es la luz que se prolonga: la libertad del desnudo imaginario del hombre. Tan libre como estar en todos sitios sin estarlo, como estar aquí estando allí. Planeando en la lluvia, en la prolongación de la luz, que rebasando el umbral del balcón, y tras la invitación del jazmín, se cuela o ya estaba, 
quizá ya estaba, 
en el interior del alma…

Cazador de instantes


¿Quién no desearía detener un instante, instaurarlo en el cielo perennemente, sortear cada caída que lo perturbara? 
¿Quién no esperaría que todo se detuviera ahí, sin temor al mañana, al porvenir, a las picaduras de abejas?
¿Hay alguien ahí fuera que ha olvidado su tiempo y su paso? 
¿Todos? 
¿Queda alguno que no lo haya hecho?
No me repito, ni pretendo hacerlo, aunque me equivoque. 
A tientas he llegado hasta aquí, y a duras penas rebaso la altura de la barbilla con la que los ojos abiertos como lunas, ven a ese instante herido ahí fuera. 
Se han perdido, se han olvidado, no queda apenas nada que diga ya qué son y de qué manera se dan. Queda sólo el tiempo borrado y borracho de lo material, del consumo de estupefacientes.
¿Habrá otra suerte, habrá otra herida que hiera más profundo pero sea más auténtica?
Espero que sí. 
Un instante de dolor verdadero, grave, veraz hasta la sangre. 
Cuando sea la lástima como las uñas que arañan, creeré entonces en ella. 
Hasta ese momento de tiempo desgajado, el instante no será otra cosa que la leche de los burros: holgazanes que no se atreven ni a decir ni aplaudir.
Querido instante he salido a cazarte, a verme envuelto en tu carne de letras silenciosas, pero sujeto a leyes amargas de esta cretina realidad, te he perdido.
¿Me esperarás? 
¿Podrás olvidar todo el daño que te hice al no sentirte cerca?
Cada cual que sucumba a su tiempo: el que lo quiera que lo ame aprisa,
 el que lo rechace que corra para no ser aplastado.
El cazador ahora duerme, quizá, haya muerto, pero su desaliento todavía compone las pisadas que
otros soñadores menos inútiles ya adivinan y ven
más lentos,

con más calma…