sábado, 8 de diciembre de 2012

Tierra




Querida tierra no te preocupes, yo te acompaño. No te olvido ni te olvidaré nunca porque custodias cada paso que doy, cada hálito de mi respiración. No decaigas a pesar del castigo, hay alivio, un abrazo cerca, detrás de aquél cerro. La tierra es esa huella biológica que ha dejado la historia para nosotros. Una singular y fiel acompañante que no abandonará nunca nuestro camino. El dolor que hoy padece nos toca, sí nos toca, porque su amanecer diario se ha vuelto, en ocasiones, artilugio de mediocres, de especuladores vacíos. Ahora recuerdo todas las tierras de mi niñez, como cuerpos orgánicos que protegían nuestra desnuda adolescencia, tan frágil, tan perceptiva. Allí siempre aparecía como ligazón de capas y capas de fuerza, de estructura para todos nuestros sueños. No quiero, en absoluto, lastimar este pequeño relato con episodios anecdóticos de la niñez, pero si me gustaría centrar mi atención en el papel que la tierra tiene como organismo decisivo en nuestra conducta, la inseparable relación que tiene con las personas. La desgraciada cadencia egoísta del hombre contemporáneo nos ha llevado a perder la visión sobre este fenómeno. Nuestra relación con la tierra en el día a día se ha tornado distante, casi nula. No entendemos, o no queremos entender que formamos parte de ella, que somos seres táctiles. La higiene del mundo ha generado filtros y más filtros con los que ver la realidad favoreciendo poco a poco ese distanciamiento inconsciente que el ser humano vive con respeto a la tierra que pisa. No tenemos que irnos muy lejos, en la inmediatez del portal de nuestra vivienda encontramos esas fugaces y transitorias relaciones. Relaciones anónimas que no son sólo el producto de una conducta protectora con el yo o el resultado de una cuidada introversión ciudadana, sino más bien, la pérdida del contacto directo con nosotros mismos. Quizás no necesitemos tanto la exaltación del tacto ciudadano cuando lo que añoramos es el delicado circuito de la intimidad, la evocación directa con nosotros mismos. Posiblemente ese sea el primer paso que dar. Nos peleamos con leyes o sistemas de conducta que consideramos inapropiados cuando a lo mejor estamos compartiendo en más de una ocasión síntomas o esquemas muy parecidos con ellos. El mundo y la tierra no nos espera, está ahí, en cada paso que damos. Cuántas veces caemos en ese recinto de abstracción metal en el que nuestras preocupaciones hacen su aparición como una pista de ceniza que todo lo cubre. En aquél recorrido nos movemos dejando escapar enormes acontecimientos que ocurren delante de nosotros. De nuevo ahí actúan los filtros, los centrifugados de aquella realidad paralela, si se quiere múltiple que todos tenemos. En ese escenario inventado, lleno de conflictos y de escapadas, perdemos un poco el contacto con los sonidos, los colores, los olores y las manos de la tierra. Nos alejamos escogiendo una distancia que es ingrávida, levanta nuestros pies del suelo generando una angustiosa ansiedad, un desarraigo devorador que al final castiga nuestro sistema nervioso y físico. Entrar en contacto con la tierra implica apoyar los pies y las manos sobre ella. No hay sentimiento de desarraigo, de posible orfandad que no encuentre cura en este contacto abierto con el alma de la tierra. Ella es la primera gran madre, la que sigue y seguirá estando siempre con nosotros. A pesar de las pérdidas, de los alborotos emocionales, basta con un giro de nuestro cuerpo para sentir que no estamos solos, que siempre estuvimos acompañados. Sin embargo nos resistimos a creerlo y comprenderlo. Nuestra incauta puesta en acción suele ser por definición devastadora. El día a día sobre la tierra termina constituyendo un enjambre de relaciones complejas en el que la claridad se diluye y la contaminación se convierte en motor del mundo; rugiendo, fracturando y partiendo nuestro cuerpo. La tierra se desvanece de ese modo apareciendo un complicado puzzle o engranaje de piezas incoherentes sin memoria ni forma. Su búsqueda provoca finalmente el infarto.
Querer estar cerca de la tierra es precisamente renunciar a la base misma de nuestros intentos de conquista, es sobrevolar por encima del acantilado metal autoconstruido que alimenta nuestra realidad paralela, es alejarse para poder acercarse. La tierra sin esperas nos acompaña pero exige revisitarla olvidando la lesión que provoca nuestro desconcierto y olvido. Ahí tan cerca la tierra es tuya, recuperas su corazón y por fin escuchas como late el tuyo.

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