lunes, 31 de agosto de 2015

Habitarse



Supongo que no hay razón para perderse entre calles sombrías; para verse sacudido por el estupor de la noche. Supongo que no es la ciudad quien provoca la pérdida. Que a pesar de todo, en ella, no hay nada, que no haya sido creado antes por nosotros. Todos tenemos una pequeña ciudad interior. Con sus avenidas, sus largas calles, sus adarves, nudos, plazas e hitos. Todos, de alguna manera, practicamos una forma de entender la ciudad que hace que ésta sea. Adquirir esa última conciencia conlleva un esfuerzo de reflexión, pero también facilita una relación mucho más abierta y libre con lo que somos. Esta es la esencia misma de habitarse. Todo lo escrito o pensado en estas dos últimas décadas nace de reflexiones sujetas a la interpretación de determinados críticos. Todos han arrojado luz sobre las cuestiones más acuciantes de la ciudad, pero también han fortalecido el distanciamiento individual y elegido. Nadie puede habitar a través de otro. Nadie puede deshabitarse. La ciudad es antes que nada, un mejunje de habitares sólidos y líquidos, de pelos rojizos o rubios, de sabios o necios, de señoritas de postín o vagabundos de pan. Todo son habitares en toda sus expresión y todos habitan a su antojo; los más afortunados, y bajo la tiranía, los que menos. Aún así, por poco que quede en los rincones más profundos de la conciencia, el acto del habitar no es otra cosa que la adquisición de una elección que manipula y tergiversa la ciudad. No puede haber teoría posible que aísle, bajo generalidades, la manifestación plural e innumerable de la humanidad. Se agradecen los esfuerzos por reglar la realidad pero al final, ésta se abre paso desde cada y único caminar.  Yo me habito antes que nada. El hecho de que yo fije mi atención sobre la bajada de un pasajero en una estación, y la forma en que mira a la mujer que le releva en su asiento, no está determinado por el consenso de la crítica ni por su relevancia o postureo. El acto del habitar individual es indescifrable y único. Cada cual elige su manera de acercarse al mundo y defiende aquello que le resulta más apropiado. Y aquella apropiación no tiene por qué ser consciente o haberse nutrido en teorías del gusto o filosofía contemporánea. Simplemente actúa como la vida y cualquier comportamiento molecular del mundo: desde el cambio y la inestabilidad. Habitarse, antes que nada, es un acto de reconciliación y autoconciencia humana. No puede delegarse ni venderse en el circo a poco precio. Nos guste o no. Cada uno de nosotros deja su huella, por muy insignificante que parezca. Cada uno de nosotros modifica algo en su paso, por muy pequeño que sea. Y cada uno de nosotros es habitar en esencia y antes que nada, ocupa su minúscula parte en el mundo, pero la ocupa al fin y al cabo. Quizá, esa sea la gran y siempre reciclada esperanza histórica del hombre: seguir habitando el mundo. Seguir habitándose…

Millonarios de instantes



Las enseñanzas de lo cotidiano actúan con más profundidad en nuestra personalidad, que la fugacidad de las grandes previsiones. No hay nada como sentarse en la plaza de un pueblo y simplemente pararse a escuchar. Los abuelos han caminado toda su vida y se aferran a los mismos paseos, con los mismos vértices, inicios y fines. Se dejan caer con toda su amable alegría en los bancos. Improvisan conversaciones o charlan de lo cotidiano como si la vida para ellos no tuviera ningún tiempo externo. No creo que la televisión sea un problema para ellos ni la era digital. Ellos siguen soñando con los montones de paja donde dormir sin temor a nada. Siguen resumiendo su vida en cada paso, porque ellos sí han venido para seguir forjando abreviaturas. 
¿Por qué habremos condenado la abreviatura al campo pseudo social del comercio de imágenes? 
¿Por qué seguimos insistiendo en la conducta del consenso, del ciberespacio? 
Con tan poco se puede ser millonario, pero nunca es suficiente. 
Las generaciones han ampliado y reducido las distancias, no se contentan. Creen haber dominado el mundo con las redes digitales y la alta tecnología del transporte. Podemos movernos a toda prisa, reducir los espacios en su distancia y limitar el mundo a un grano de arroz. Sin embargo, paseamos en nuestro pueblo bajo la obsesión de las mismas lecturas de falsa identidad. No soportamos el coche lejos del hogar; dormimos con la inquietud del movimiento de un parabrisas en una noche de lluvia. 
Desde esa ley, el sujeto retoma la ciudad o la urbe con la ansiedad de un delineante que cruza y cruza líneas para tenerlo todo atado. 
Creo que deberíamos aprender a parar un momento. 
Reflexionar sobre porqué hemos llegado a desestimar las abreviaturas en la ciudad y en nuestros pueblos. Porqué se necesita someter las escalas de cada lugar a la medida de otros. 
El tiempo se ha desdoblado, hay una gran oquedad en todo el tiempo. Cuando se escucha la sabiduría de aquellos ancianos se entra en razón. Parece que se suspenden los impuestos, las tonterías, el exceso de palabras. Aquellos millonarios de instantes no se vendieron al diablo ni se han perdido en copas o borracheras por ganar la lotería. Siguen a su ritmo escudriñando humildades de riqueza desconocida. Hay que estar muy atento y escuchar mucho. Quizá haya que subir sus mismas rutas, y descansar en las mismas fuentes de abastecimiento emocional, para llegar al estado en el que ellos se encuentran. Creo que podría bastar y hasta sobrar tanto silencio y verdad. Tanto millonario con ropas de labranza y pedazo de pan. 
Para el dolor insalvable de los ciudadanos que siguen buscando la fortuna material: que busquen menos y se sienten a descansar. 
Que cierren los ojos, 
que callen. 
Que sea la humildad, la humildad millonaria la que emprenda todas las voces.