jueves, 31 de julio de 2014

Deshielo


El embrujo intelectual no da tregua. Pasa sorteando toda la escritura, vomitando desastres y lástimas. El pasado se esfuerza por enfurecer al presente, rastreando el delirio de lo roto o quebrado. No es casualidad que aparezca así. Hoy leía un escrito de mi padre sobre Gómez Cano, en el que asumía un reto o desafío que antes o después atraviesa nuestras vidas y se presenta sin aviso ante nuestros ojos: la historia propia, lo concreto, lo particular, lo intrahistórico, es, antes que nada, un ajuste de cuentas que cada uno de nosotros debe a hacer con su propia historia. De nada sirve que adquiramos una instrumentalización crítica o de tendencias, que asumamos lo roles sociales compartidos, si al final, no operamos -como cirujano-, en nuestro modo de estar en el mundo, en la estela de nuestra historia. No hay capítulo o episodio que siga felizmente, si antes, no se ha dado tregua a la borrachera histórica que llama cada noche a nuestra puerta. De no ser así, el ensimismamiento está garantizado. Y por éste no se entiende aquél lugar encubierto y protegido de nuestra “voluntad independiente”; el territorio de paz autónoma, sino una suerte muy distinta. El ensimismamiento biográfico, puede también llevarnos a una irreconciliable visita a nuestro pasado. El cadáver histórico; siguiendo la literatura de vanguardia, facilita el enterramiento silencioso en nuestro presente. Aprender a mirar, a solas, sin el cauce del futurible y la represión pasada, asusta tanto como morir sin tierra y lápida.
Por eso creo, que todo embrujo intelectual - el de la práctica del caminar diario como hábito-, exige la mano del pasado sin aflicciones. El pasado no puede inventarse ni reescribirse como experiencia, si acaso, como sueño o nueva profecía. Si las letras que navegan hoy y navegarán mañana se acostumbran a la inhóspita ceniza de la noche pasada, habrá que vestir con paraguas, o barrer cada tarde que aparezcan. Esa es la tregua manifiesta y la reconciliación autobiográfica que toda persona necesita. No hay tiempo, sólo duración sostenida de un presente que aprende a convivir con la fragancia de su pasado, quedando su olor impregnado en los restos que cada día se inician y acumulan. Las letras aguantarán los que les echen; son tan inmaduras como adolescentes, y la propiedad que tengan sobre del mundo no les corresponde, sólo a nosotros nos toca elegir su ritmo. Sin mediar palabra, entonces, el embrujo no será más que un acto conciliador y bondadoso, que no exige ya responsabilidad alguna. El pasado que rastreaba al presente para herirlo, hablará con su misma voz apagada, sin esperar ni cancelar, tan sólo escuchará…
Con los oídos bien abiertos

martes, 29 de julio de 2014

Luz solar



Luz solar, sí. Luz solar. No a medias, entera, eterna, salvaje. Luz solar, sí. Luz de la memoria, la que recuerda y no olvida. Cada paso es luz sin saberlo, cada caminar es luz obstinada. Se rebela y no responde, aunque sea generosa. Detesta a los holgazanes y a los necios. Casi toda su corta vida ha sido luz solar, agregada a las arterias arquitectónicas del mundo, tejiendo tejas, piedras y cornisas. Ha impartido paz y calma, no ha hecho sufrir a nadie, y presidió los primeros besos.
Ahora la hieren, y con ella a todos los corazones que se crearon bajo su luz amarilla. Lástima me dan los tuertos que no han calentado nunca su cuerpo a la luz de la luz solar. Me dan pena. No han querido escuchar, ni ver, sólo maldicen y olvidan, nada más. Aquella luz ha sido testigo de diez mil amaneceres. Susurró la bienvenida de la tarde y gritó con su garganta dorada la llegada de la noche. Fue despedida por gorriones y golondrinas con la aventura del amanecer, y no rechistó nunca por vestir de amarillo cobre los muros centenarios de las iglesias.
Supo llevarse bien con todos, con los panaderos de la madrugada, los borrachos perdidos, a los que cedió su cama, y con las señoras que iniciaban con sus carros y malgastada espalda, el camino peregrino a la huerta. Aquél amarillo solar sabía a pan herido al fuego, sabía a higos recién recogidos. Aquél amarillo olía a llama y leña, a morcilla y chistorra, a vida vivida.
Pero sobre todo aquél amarillo solar, de un crepúsculo infinito, sabía a despedida inolvidable, a susurrar con tímpano enorme. Por mucho que quisiera la luz, la luz solar de la noche, no cedía; se repetía como canto inagotable y sereno. Pero los burros son siempre amigos de la materia vacía. Ahora el pueblo sortea su olvido, busca evitarla. Empeña su corazón al mejor postor y vende su preciada cara solar. La que vio nacer a tantos y acompañó la marcha fúnebre de la despedida, la que lloró los incendios con su misma mancha amarilla. Aquella luz hoy se despide, poco a poco, en las terrazas que anhelan su marcha, con otro peso y color. Han sido los burros, gritan, han sido los burros: esos malhechores que casi todo lo envenenan.
Y queda todavía; salpicada, la  luz solar en la Torre y la Iglesia; embebida en su jerarquía. Las otras luces; menos nobles, son ahora la huella “prostibular” de una indecencia sostenida, cegada por instituciones insensibles; las que envidian con la boca grande a la ciudad, y disimulan o mienten con la pequeña frente a su pueblo.

Ya no queda casi luz solar; la luz de lo cotidiano y humilde, la luz de todos los llantos y fuegos. Ya no queda luz solar, ya no queda. Se la han llevado…