miércoles, 8 de mayo de 2013

Leve


Del todo absurdo tratar de describir un lugar que es creado a cada instante por el aire, la luz, la sal marina... el aroma de la brisa mediterránea. Esta casa, o quizás este barco varado a escasos metros de donde rompen las olas, parece que lleva ahí una eternidad cuando en realidad, una realidad que a nadie verdaderamente le importa, han pasado a penas dos años desde que su dueño terminó su ampliación y comenzó a habitar plenamente en su espacio y me atrevo a decir que su propio mundo. Quiso el destino que así fuese...
Quizás aquí solo quepa expresar sensaciones que evoquen algunos instantes del encuentro, como anécdota que por su intensidad o por su capacidad de devolver el impulso soñador al alma, merezca la pena ser recreada.

Su techo hacía de cielo protector... 
estar inmerso en una nube, disuelto en el espacio o levitar desde el centro del paisaje...
desplegar las alas, ir y venir, salir por una puerta casi rozando el suelo, entrar por una ventana, salir por un lucernario, volar dentro y fuera, planeando más allá del horizonte adivinable... no hay manera de sentir obstáculos; nunca se me ocurrió creer que los hubiese aquí, en esta fusión de aires, de luces, de espacios... en una experiencia inmaterial de ser todo alrededor, ingrávido, incorpóreo, etéreo... siendo la experiencia sensorial que colma, que fluye de un instante al siguiente sin necesidad de detener el tiempo y sin conciencia de que sigue pasando, de que ya nada puede ser como antes... y de que la memoria, tal vez, quizás, en algún momento emerja recreando lo vivido en aquel viaje al paraíso


sábado, 4 de mayo de 2013

Aliento



Nada, borrachera de miedo, nada. Miedo a empaparse de miedo, a ser sacudido. Por eso huye, se esconde en la carretera, en los lugares esparcidos de las autopistas, donde no hay nombres, ni identidades, sólo salvajes encuentros. Vomitando asfalto. Cada hora lanza una bocanada de alquitrán que proviene del estómago, sin cosidos, sin remiendos, sin heridas. Todo en bruto, carne viva. Apagaría un minuto de mi vida por ser capaz de entender qué pasa entre los mundos del asfalto, qué hay que haga a tantos caer al precipicio. Aunque sé, que me escondería, detrás del seto, a observar, con la mirada medio entornada, casi cerrada. Cerrada para no sentir, para no herirme, ni siquiera un poco. El miedo es fiel compañero del asfalto, son amigos. Han elegido la transitoriedad como lugar de boda y convite, allí despliegan su fiereza y su amor al horror. Despiadados se apropian de vidas suspendidas en airbags, en látigos de acero, en curvas en barrancos. Todo se desmenuza en la cuneta. La cuneta es su abrigo y el  lugar de los enamorados que se despiden y no volverán a verse. Se vieron por última vez en el portal de sus abuelos, encogidos por recuerdos. No se dijeron todo al posponer, como hacemos algunos, el aliento. Fue fugaz la despedida, para no reprochar, para no enaltecer la verdad de cada uno, en el temor inconsciente de la réplica. Sabían que tendrían tiempo para el retorno, para poder hablar a solas, menos encogidos que antes. Pero no es así. Los enamorados que no se hablan con el corazón ya tienen tumba y les espera. El asfalto guarda rencor, es celoso, no puede amar, sólo llevarse a amados. Menosprecia aquello que no posee y por eso lo tritura, lo separa. Qué pasaría si supieran los enamorados que no volverán a verse. Que aquél es el último pecado en el portal. El aliento probablemente se abriría, tanto que no daría el amor para llenarlo. El reproche desaparecería y solo la pasión cobraría fuerza. No se entrometerían más con el pasado, con su biografía y el futuro sería abierto, lleno de luces. El hecho de saberlo provocaría ese ajuste de cuentas último con la realidad que todos necesitamos. Un cara a cara extremo, de golpes sin tregua, sin necesidad de preparar la retaguardia. La estrategia sería carne muerta anunciada. Sería vivir en el eterno minuto del último segundo. Entonces no habría batalla ganada antes de librada, porque no nos libraríamos, sería literal, a la yugular. Al saberlo no tenemos tiempo, ni mucho menos para la estrategia. Sólo nos queda el escueto encuentro con la muerte, sin paradas, sin remedios. Desposeídos del futuro nada más que el presente importa, y tiene que ser lo más vertical posible, porque cada paso del tiempo horizontal nos corroe, nos devora. Enamorados!! Daros prisa en besaros, deciros todo sin pestañear, no temáis al mañana, ni a la locura del sentimiento. Dejad que todo os embargue, hasta el último suspiro. Ya, mientras, la muerte aspira un poco aquél segundo del portal, pero su envidia es más pesada, amarga. No respira miedo; su amigo, ni siquiera lástima; su herida. Ha envejecido al entrar, tiene más años y las arrugas se pronuncian por cada beso. Los besos le hacen llorar y arrepentirse, la ternura la embriaga. Pero lamentablemente sigue su paso de asfalto. Llegará probablemente la pérdida en la cuneta, llegará al atardecer, el más largo de todos. Pero no podrá decirse que no se besaron, que no se amaron; sin entrometerse, sin pesar el uno sobre el otro.  Allí vuelve a verte, donde al final te fuiste, en el acantilado. Agarrado a la botella del llanto, alimentando tu recuerdo, el de aquél último beso. Ahora por lo menos piensa: todo se dijo y pudo sentirse y aunque te fuiste, no quedó nada en su corazón y sus ojos que no se dijera…
Todo al final fue aliento…

Donde comienza la arquitectura. Primer paso...



Donde comienza la arquitectura gobierna el silencio. Donde comienza se apangan los nombres, los autores. Sólo la tierra, un aljibe con agua y la casa del morador de la luna. Con las piedras iniciales se construye el lugar de la vida, una estancia de sueños y soñadores. Allí comienzan las cosas, las estaciones, los puntos finales de la ciudad. No hay horas ni segundos, tan sólo hálitos, respiraciones intermedias, pausadas. La noche marca el ritmo de los huéspedes y el día la armonía. A bocados con el tiempo corren los hombres que por fin duermen en la llanura y no se precipitan. Cada hora es un peso ligero e ingrávido que levanta sentimientos llanos, nobles. Allí está todo, donde ya no hay nada, donde la última luz urbanita no se ve a lo lejos. Y si hay algún lugar para el amor, para el encuentro. Si hay algún lugar para morir, para despedirse definitivamente...
 Dejadme que lo haga aquí, aunque al final no vengáis ninguno a decirme adiós.

Ya me siento acompañado…Ya me despiden las piedras...

Certeza







Preferiría que no señaléis mi camino. Que evitéis cualquier intento de dirección, de ubicación en el mundo. Olvidando las tentativas de gobierno, de vigilancia formal. Me quedo y vivo en los espacios que no tienen dueño, en las arquitecturas sin autor, en las renuncias de los nombres. Me muevo en los pasajes que aún no se han inventado y en aquellos que pueden reinventarse. Evito la certeza de la visión, su presencia arrogante. Escapo al desnudo en las llanuras de las cubiertas de Capri, subiendo sus eternas escaleras, donde duermo y sueño. Y no espero nada que no sea tan sólo el encuentro con el aire y el cielo, sin palabras. Quiero enfermar en las terrazas de Paimio cuando me toque, mirando árboles eternos. Los mismos que vacilan sobre nuestra vulnerabilidad y ríen. Tan silenciosos que no existe mayor certeza que su silencio. Miraría sin abrir los ojos tanto como pudiera, esperando sentir más cuerpos y menos imágenes. Y sigo esperando evitar la certeza. No descubrir nada en mis casas y en las de los otros que no sea más que nuestras invenciones. Múltiples, orgánicas, inestables. Espero enamorarme en esas arquitecturas que no saben de amor ni de nada, sólo me esperan. Que evitan hablarme y callan. Que son sólo los cuerpos derramados de la vida que pasa, sin más. Espero que me dejen llorar junto a esos enormes muros de Barragán, sin que nadie señale y evite sacarme en la fotografía. No espero nada más, nada más que un poco menos de certeza, tan sólo un poco…