miércoles, 31 de diciembre de 2014

Elegir el mundo



Todo se genera en base a una idea, una reflexión, una elección. No hay modernidad, ni modernidades, sino nomenclaturas. El nominalismo crítico y depredador ha desvirtuado la realidad. Ya no se trata de una ruptura o su cara opuesta: la continuidad. Ni siquiera se trata de vender bajo la publicidad amable su posibilidad. Tampoco interesa precipitar su enterramiento o su caducidad. La modernidad es puro nominalismo. Quizá, haya que ver que tampoco se trata de averiguar si ha muerto; no queda nada de ella o no ha acabado. O lo peor, es “inacabable” en palabras de Bauman. Se trata de poner al sujeto, al ser, ante su mundo, ante su elección.
Elegir esa parte sensible, sin lugar a dudas, nos pone ante un desafío crucial: tomar conciencia de nuestras posibilidades y elecciones. Augé delimita bajo su círculo de tiza un mundo que no puede considerase objetivo. Más bien es un “artefacto” modelado bajo la mente del que ve y piensa, escruta e interpela. El mundo, nuestro mundo elegido, es muy cauto y perezoso, gusta de la digestión y reproducción de los otros. El consenso sobre la modernidad origina una “zona de confort” intelectual que suele oprimir nuestra propia visión sobre los hechos. ¿Modernidad o modernidades? ¿Modernidad inclusiva o ilustrada? ¿Una alternativa a la modernidad? La despensa de la crítica y horizonte de la modernidad es tan grande, que la solución no estriba en la construcción de un observatorio escrupuloso sobre la misma, sino en la aventura de la apropiación individual. El lugar moderno, tan sugerido por la crítica, explica muy bien el proceso digestivo de la crítica. Sin embargo, hay algo que omite la generalidad intelectual: la elección del mundo, su operatividad. Cuando se alza el grito sobre los eriales de la arquitectura y urbanismo modernos, cuando se circunscriben las plataformas de comunicación aérea y terrestres a los “no lugares”, se omite uno de los valores y cualidades más intensos de nuestra naturaleza: la supervivencia; en todas sus manifestaciones: la económica, la cultural; incluido ese espacio tan deseado y aprovechable como es el amor. Sí, el amor, y su estado más embrionario; la seducción. Éste pone patas arriba los soportes de hormigón que encauzan las teorías separatistas de la modernidad. Olvidan su estática vida escénica y pervierten las entrañas de los sucesos consensuados de la crítica. Se ponen bajo su mentón y lanzan un golpe a su yugular. El lugar, quizá uno de los territorios expiatorios más encubiertos por la modernidad y sus secuelas (los post), se diluye cuando un individuo estúpido pero intrépido se propone lanzar su conquista en la cabina de un avión y lo consigue. Para muchos esto sería tertulia y rumorología descafeinada, pero para otros, sitúa y pone en entredicho una de las grandes cuestiones de la humanidad: nosotros elegimos hasta las heridas, los malos olores y humores. Nosotros elegimos qué modernidad somos…


"Pequeñas decisiones"


Resulta difícil vivir lejos de la trascendencia. Se hace complicado emprender la elección en las grandes escalas. Casi siempre embotamos la mente con presagios de grandes cosas, grandes decisiones. Vivimos para ofrecer: “creo que he venido a ofrecer algo al mundo” Los mismos gestos de esa empatía de escalas traen consigo una tormenta. Al levantarse la atronadora fuerza de la gran decisión se abre paso. Probar a decir que no es un inicio. Probar a desligarse de las grandes escalas es la confirmación. Estamos hechos de muchas unidades, somos millones y millones de sustancias. Si nuestra biología tiene tantos huéspedes, por qué nos hemos empeñado en quedarnos con uno sólo. Yo empezaría por una pequeña decisión. Fijaría mi atención en todos esos elementos inmensos e innumerables que nos constituyen. No hablo de hacer criba ni tampoco de selección darwinista. Generalmente las pequeñas cosas, las pequeñas decisiones, están tomadas mucho tiempo atrás, pero sólo hace falta eliminar la tierra que queda encima. No es necesario averiguar horas y horas qué hay que hacer y hacia dónde hay que dirigirse. Las moléculas del mundo no se paran a pensar ni se dedican a ver qué relación guardan con las otras: simplemente siguen un rumbo natural, dirigido y espontáneo al mismo tiempo. La pequeña decisión tiene un origen molecular. Cuando alza la cabeza en la mañana tiende a buscar la dirección de su vida. Hay como una necesidad de ubicación, de saberse dónde se está. Ahí surge un desdoblamiento que muchas veces provoca un vacío, una oquedad. Saberse envuelto en la pequeña decisión ayuda a desterrar el comportamiento encaminado al presagio o el porvenir. Su estado es tan natural, tan pequeño o minúsculo, que con muy poco las garantías del éxito están garantizadas. No hay vitalidad mayor que la que aparece conducida por la pequeña decisión. No puede haber lastre o drama, cuando esa elección, la más pequeña, es la única cosa que estamos dispuestos a realizar para partir. Porque si algo se aprende de ésto, es que no hemos venido al mundo, realmente, a rendir cuentas con respecto a las grandes programaciones que supuestamente tienen reservadas para nosotros. Todo el campo de la sabiduría interna comienza en un pequeño paso, el más insignificante de todos. De éste al siguiente. Y así sucesivamente. La pequeña decisión es una abertura que por su tamaño sólo se deja ver desde los ojos y el cuerpo vital de quien la ha tomado. Esa es su gran ventaja: sólo tú, únicamente tú eres el creador, el jefe de tu empresa. Tú pones los horarios y tomas las decisiones. Tú comienzas todo. Y tú lo comienzas todo con muy poco, con casi nada. Sin ninguna gran escala. Con una “pequeñísima decisión”.