Cada paso sumerge un sentimiento en aquél
rincón; entre junglas y llanuras salvajes. Podría pensar, querido amigo, que al
acercarte todo es más fácil, que el puente ayuda a cruzar, que te aproximas
cada vez que lo necesito. Y si esa espera se hace larga es porque quizás, no he
alzado aún la cabeza para mirar sin contemplaciones, para divisar entre hendiduras
mis miedos. No puedo delegar a las grietas mi fortaleza, porque allí se
desparrama. He aprendido a mirar desde una visión acotada a la altura de las
rodillas, como rumiante que caza al alba, que espera con impaciencia su
oportunidad para engullir. Sin embargo, hay algo distinto en aquella mañana,
una contracorriente que suena como leve murmullo. Es el pelotón de aquel banco
de peces que se enfrenta a la fuerza del mar, apostando por otros sueños
posibles, con desenfado absoluto. Quizás desde una sana inconsciencia
biológica, quizás porque asumen que la pérdida forma parte del gran viaje. Aquél
día el mar me enseñó a que hago grande aquello que es demasiado pequeño, que
ese sonido no ha roto nunca los tímpanos, sino que como leve lluvia descansa en
la cubierta de mis ideas. Pronto, en otro tiempo, sigo viendo aquellas fisuras
entre las rocas, quiero saltar entre ellas, sobrevolar sin sentido, pero no
miro. Las sirenas, y la enorme devoción hacia ellas me dispersan tanto, que
suprimo mi cuerpo, cerrándolo entre esclusas. Aquella mañana, en aquella
mañana, querido amigo, aprendí a no lamentarme de los miedos en esos viajes sin
equipaje, a que el sol no me acompañe, a vivir en la distancia prudente que te
concede la inmensidad del océano. De ser así, que fue, mi manto de agua abrazó lo que quiso hacerse reto en las finísimas
cuerdas de sonido del rumor del oleaje. Escúchame, me dijo, levanta la cabeza
que el camino sigue. Escrudiñando el viento, soltando el vuelo arrugado, ahí
todo se diluye, ya no hay grietas, aparece la vereda donde caminar. Querido
amigo no hubo nunca espacios o lugares donde no pisar, sólo teníamos que
aprender a volar.
Gracias…
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