sábado, 31 de octubre de 2015

Herrando el tiempo



Furia del viento, danzando
  lanzado como  fuego, 
desgastado en su uso, en su abuso
 y la velocidad gobernando el paso, la cadencia,
 cada tempo físico de las arterias. 
Siempre es necesario parar para volver a verse, 
para entender qué pasa, 
quiénes somos, 
detenerse, 
definitivamente 
detenerse.

Carne podrida



Ha sido patético visitar aquél cuerpo podrido, despegado de sí. Ha sido como recrear con una marioneta y sus hilos, a un muerto. El pasado huele, a veces, a carne putrefacta. Pero no porque realmente halla en él, hueco para la pudrición y su elogio, sino porque es nuestra forma de mirar y entenderlo quien nos lleva a verlo así.  No hay nada en el pasado que tenga consistencia. No puede haber basura, si lo pensamos bien, que aguante tanto tiempo a la intemperie. El verdadero problema reside en las fuentes refrigeradoras de los pensamientos. Son éstas, las que se encargan de guardar toneladas y toneladas de carne en mal estado a baja temperatura. El cuerpo de la mente es generoso en vanidad y muy rácano. No se desliga de nada, gusta de consumir y roba si es necesario. Se muestra casi siempre deseoso de engullir y no padece anorexia. Ese es su gran poder y nuestra gran carga. Suele salir durante el día a vender las provisiones adquiridas, se las lanza al tendero, a los amigos, al compañero de trabajo, y se pelea con el tráfico y escupe al silencio. La noche es su atributo y el almacén donde trajina con el contrabando. Se nutre de todo lo peor y no diferencia fragancias.
¿Qué hacer entonces con el pasado, con su carne? Nada de nada. No puede hacerse nada, porque el olor no emana de aquella carne sino de los fogones que la calientan. La pudrición no proviene de aquellas historias o heridas, no es heredera de lo que nos pasó y tampoco se retroalimenta como si los duendes siguieran moviendo, a su antojo, las historias ocurridas. La carne huele a podrida porque, quizá, hemos vestido a nuestro cuerpo de carnicero salvaje, hemos disfrazado el alma de degollador o guillotinador. Echamos la culpa al vecino del pasado, nos removemos por dentro como si aquél fuera el culpable, y olvidamos que la cuchilla descansa sobre nuestra mano. El pasado no tiene espesor ninguno, no tiene carne a la que atarse o filetear. No hay nada en él que huela realmente mal. Es  nuestro presente quien insiste en tener la cocina del restaurante abierto hasta el amanecer.
Y el humo es sabio, también el olor: se anuncia desde las chimeneas y los vestíbulos con su bocanada desagradable. No puedo imaginarme ninguna cocina limpia que antes no ha sido lavada con lejía, aire limpio y algún que otro baño con azufre. Supongo que la carne no tiene la culpa de nada, que no está podrida ni apesta. Que es sólo una cuestión de factura,  perspectiva, higiene y aceptación. Creo que un poco de tomillo y laurel no nos vendrá mal. Y todo ello aderezado de simpatía, buen humor y alegría. Seguramente los olores no serán los mismos en esta pequeña ciudad que todos tenemos dentro, y seguramente así, hasta puede que vengan a visitarnos y compartir nuestra mesa…