domingo, 28 de julio de 2013

Jerarquías del amor






La gran escalera es la ruina del impetuoso. No es arrogancia, tampoco tumba, pero huele a mal presagio. Al comienzo uno piensa que se trata de otra aproximación al arte de la seducción, otro juego más. Y todo apunta inicialmente esas maneras. La chica esperando en lo alto, erguida, algo despistada, en actitud de pregunta. Curiosa por saber, porque alguien acompañe su soledad, sin acercarse demasiado. De repente una ráfaga de velocidad, escupida desde el vestíbulo. Es el conquistador, de nuevo honrado por su atrevimiento. La jerarquía comienza a funcionar. Se sitúan solos, entre el vestíbulo  y el gran espacio intermedio de la entrada. Ya lo avisa la arquitectura. Es una proeza utilizar un espacio ávido de escapadas lanzadas hacia el infinito mar,  para la aventura íntima  del amor. Arrojado por la esclavitud de la soledad interminable, nuestro seductor se lanza, pero no llega. Ha perdido toda su fuerza antes de empezar, desde la garganta. No le quedan miradas, ni insinuadas ni directas. El gran vestíbulo es cruel, no permite fallos ni errores. Está afónico, y la chica huye. Huye por tanta garganta helada, minada de dinamita. Se desespera y corta, pero todavía no se despide. Nuestro seductor insiste, pero olvida la escala. Su voz es demasiado alta, se desparrama y diluye. Y de nuevo la jerarquía del amor se alza sobre sus cabezas. Ella ha entendido su mensaje. Su medida elegancia la salva. Intuye que la propuesta se escapa de los límites marcados por el lugar y espera en silencio. El seductor insiste, pero no queda ya nada que desplegar. Sólo sus alas, las de la desventura. Otro amor perdido se pregunta. Otra posibilidad proyectada al aire. Y la arquitectura; ese gran cuerpo de la seducción, vuelve a marcar los recorridos. Unos los ven otros pasan de largo. A nuestro fallido seductor sólo le queda volar, volar hasta el derrumbamiento por los acantilados, esos que no tienen piedad ni nombre…

miércoles, 24 de julio de 2013

Yo habito_piel





Yo habito, sin más. Yo respiro, sin más. Yo soy la ciudad, la arquitectura, nada más. Soy la huella que recorro cada día, donde piso. Soy el amor que ofrezco, desnudo. Soy cada piedra que ayuda a construir los muros. Soy su piel y su corazón. Espero que se me entienda, no pretendo aburrir con más teorías contemporáneas sobre arquitecturas. No busco proponer un concurso de ideas para fantasías y sueños del futuro. Sólo busco un rincón, si es posible sincero. Ayer recordaba los cortijos de mi infancia, los lugares humildes de las tierras donde corría. Recuerdo las casas, su limpieza, sus espacios llanos, escuetos, directos. Habían pocas palabras en ellos, eran silencios construidos. Me despejaba pensar que aquellas arquitecturas anónimas eran tan sólo los lugares del habitar cotidiano. Se habían despojado de todo, pero eran el cuerpo y el alma del amor. Quizás de allí provengan los inicios del hombre que ahora somos. Desprovistos de todo, sin nada que nos acompañe. Nada material que enturbie, que desvíe nuestra atención hacia lo que somos. Yo habito antes que nada. Cada capa que sumamos no es más que un sucedáneo de la tierra de la que venimos. Es un souvenir envenenado, lleno de una seducción delicada, cazadora de hombres. Nos hemos mimado y cuidado mucho en estos años. Hemos pretendido alejarnos, medir nuestras fuerzas con nuestra realidad. Escapar y acomodarnos, pelear si es necesario. Y todo por tener un hueco allí donde inconscientemente ya no habitamos. Son pasajes del futuro mordidos, sutilmente estrangulados. Es normal que caigamos y lleguemos al enfado, todo está calculado. Pero no hay nada como alejarse para encontrarse, no hay nada como renunciar para recibirse a solas, cara a cara, sin intermediarios. Se trata de un encuentro íntimo. Yo habito por encima de todo, soy habitar, soy ciudad y arquitectura, llanura y pueblo. Esa es mi grandeza, mi gran orgullo, el estímulo de toda pequeña gran vida.

martes, 9 de julio de 2013

Viajero inmóvil


Desde una roca que emerge sobre el mar contemplo
la tenue línea del horizonte mientras
las suaves ondas se entregan al rompeolas...
Permito que su fluir me envuelva mientras
anhelo sentir la unidad original desde donde 
yo también voy emergiendo. 
Tratando de habitar, y en este habitar hallar sentido, 
el cuerpo que hace posible este viaje...
Y como en todo viaje se trata de disfrutar, 
de adentrarse en lo desconocido 
dejarse sorprender
soltar amarras
permitiendo que los paisajes discurran... 
ocupando su lugar, mientras
mi mirada, 
todo por lo que este cuerpo está siendo penetrado,
ahora, 
ocupa también el suyo.
Aquí, 
acallado el murmullo del insaciable juez,
en estas condiciones de curvas amables, caricias de brisa y sonidos ancestrales que acompasan mis latidos, 
es tan fácil confiar en el viaje, que
me prometo a mí mismo
no cambiar más de aire
de roca
de mar... 
nunca cambiar de cuerpo
nunca de eternidad