Querida tierra no te preocupes, yo te acompaño. No
te olvido ni te olvidaré nunca porque custodias cada paso que doy, cada hálito
de mi respiración. No decaigas a pesar del castigo, hay alivio, un abrazo
cerca, detrás de aquél cerro. La tierra es esa huella biológica que ha dejado
la historia para nosotros. Una singular y fiel acompañante que no abandonará
nunca nuestro camino. El dolor que hoy padece nos toca, sí nos toca, porque su
amanecer diario se ha vuelto, en ocasiones, artilugio de mediocres, de
especuladores vacíos. Ahora recuerdo todas las tierras de mi niñez, como
cuerpos orgánicos que protegían nuestra desnuda adolescencia, tan frágil, tan perceptiva.
Allí siempre aparecía como ligazón de capas y capas de fuerza, de estructura
para todos nuestros sueños. No quiero, en absoluto, lastimar este pequeño
relato con episodios anecdóticos de la niñez, pero si me gustaría centrar mi
atención en el papel que la tierra tiene como organismo decisivo en nuestra
conducta, la inseparable relación que tiene con las personas. La desgraciada
cadencia egoísta del hombre contemporáneo nos ha llevado a perder la visión
sobre este fenómeno. Nuestra relación con la tierra en el día a día se ha
tornado distante, casi nula. No entendemos, o no queremos entender que formamos
parte de ella, que somos seres táctiles. La higiene del mundo ha generado
filtros y más filtros con los que ver la realidad favoreciendo poco a poco ese
distanciamiento inconsciente que el ser humano vive con respeto a la tierra que
pisa. No tenemos que irnos muy lejos, en la inmediatez del portal de nuestra
vivienda encontramos esas fugaces y transitorias relaciones. Relaciones anónimas
que no son sólo el producto de una conducta protectora con el yo o el resultado
de una cuidada introversión ciudadana, sino más bien, la pérdida del contacto
directo con nosotros mismos. Quizás no necesitemos tanto la exaltación del
tacto ciudadano cuando lo que añoramos es el delicado circuito de la intimidad,
la evocación directa con nosotros mismos. Posiblemente ese sea el primer paso
que dar. Nos peleamos con leyes o sistemas de conducta que consideramos
inapropiados cuando a lo mejor estamos compartiendo en más de una ocasión
síntomas o esquemas muy parecidos con ellos. El mundo y la tierra no nos
espera, está ahí, en cada paso que damos. Cuántas veces caemos en ese recinto
de abstracción metal en el que nuestras preocupaciones hacen su aparición como
una pista de ceniza que todo lo cubre. En aquél recorrido nos movemos dejando
escapar enormes acontecimientos que ocurren delante de nosotros. De nuevo ahí
actúan los filtros, los centrifugados de aquella realidad paralela, si se
quiere múltiple que todos tenemos. En ese escenario inventado, lleno de
conflictos y de escapadas, perdemos un poco el contacto con los sonidos, los
colores, los olores y las manos de la tierra. Nos alejamos escogiendo una
distancia que es ingrávida, levanta nuestros pies del suelo generando una
angustiosa ansiedad, un desarraigo devorador que al final castiga nuestro
sistema nervioso y físico. Entrar en contacto con la tierra implica apoyar los
pies y las manos sobre ella. No hay sentimiento de desarraigo, de posible
orfandad que no encuentre cura en este contacto abierto con el alma de la
tierra. Ella es la primera gran madre, la que sigue y seguirá estando siempre
con nosotros. A pesar de las pérdidas, de los alborotos emocionales, basta con
un giro de nuestro cuerpo para sentir que no estamos solos, que siempre
estuvimos acompañados. Sin embargo nos resistimos a creerlo y comprenderlo.
Nuestra incauta puesta en acción suele ser por definición devastadora. El día a
día sobre la tierra termina constituyendo un enjambre de relaciones complejas
en el que la claridad se diluye y la contaminación se convierte en motor del
mundo; rugiendo, fracturando y partiendo nuestro cuerpo. La tierra se desvanece
de ese modo apareciendo un complicado puzzle o engranaje de piezas incoherentes
sin memoria ni forma. Su búsqueda provoca finalmente el infarto.
Querer estar cerca de la tierra es precisamente renunciar
a la base misma de nuestros intentos de conquista, es sobrevolar por encima del
acantilado metal autoconstruido que alimenta nuestra realidad paralela, es
alejarse para poder acercarse. La tierra sin esperas nos acompaña pero exige
revisitarla olvidando la lesión que provoca nuestro desconcierto y olvido. Ahí
tan cerca la tierra es tuya, recuperas su corazón y por fin escuchas como late
el tuyo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario