sábado, 4 de mayo de 2013

Aliento



Nada, borrachera de miedo, nada. Miedo a empaparse de miedo, a ser sacudido. Por eso huye, se esconde en la carretera, en los lugares esparcidos de las autopistas, donde no hay nombres, ni identidades, sólo salvajes encuentros. Vomitando asfalto. Cada hora lanza una bocanada de alquitrán que proviene del estómago, sin cosidos, sin remiendos, sin heridas. Todo en bruto, carne viva. Apagaría un minuto de mi vida por ser capaz de entender qué pasa entre los mundos del asfalto, qué hay que haga a tantos caer al precipicio. Aunque sé, que me escondería, detrás del seto, a observar, con la mirada medio entornada, casi cerrada. Cerrada para no sentir, para no herirme, ni siquiera un poco. El miedo es fiel compañero del asfalto, son amigos. Han elegido la transitoriedad como lugar de boda y convite, allí despliegan su fiereza y su amor al horror. Despiadados se apropian de vidas suspendidas en airbags, en látigos de acero, en curvas en barrancos. Todo se desmenuza en la cuneta. La cuneta es su abrigo y el  lugar de los enamorados que se despiden y no volverán a verse. Se vieron por última vez en el portal de sus abuelos, encogidos por recuerdos. No se dijeron todo al posponer, como hacemos algunos, el aliento. Fue fugaz la despedida, para no reprochar, para no enaltecer la verdad de cada uno, en el temor inconsciente de la réplica. Sabían que tendrían tiempo para el retorno, para poder hablar a solas, menos encogidos que antes. Pero no es así. Los enamorados que no se hablan con el corazón ya tienen tumba y les espera. El asfalto guarda rencor, es celoso, no puede amar, sólo llevarse a amados. Menosprecia aquello que no posee y por eso lo tritura, lo separa. Qué pasaría si supieran los enamorados que no volverán a verse. Que aquél es el último pecado en el portal. El aliento probablemente se abriría, tanto que no daría el amor para llenarlo. El reproche desaparecería y solo la pasión cobraría fuerza. No se entrometerían más con el pasado, con su biografía y el futuro sería abierto, lleno de luces. El hecho de saberlo provocaría ese ajuste de cuentas último con la realidad que todos necesitamos. Un cara a cara extremo, de golpes sin tregua, sin necesidad de preparar la retaguardia. La estrategia sería carne muerta anunciada. Sería vivir en el eterno minuto del último segundo. Entonces no habría batalla ganada antes de librada, porque no nos libraríamos, sería literal, a la yugular. Al saberlo no tenemos tiempo, ni mucho menos para la estrategia. Sólo nos queda el escueto encuentro con la muerte, sin paradas, sin remedios. Desposeídos del futuro nada más que el presente importa, y tiene que ser lo más vertical posible, porque cada paso del tiempo horizontal nos corroe, nos devora. Enamorados!! Daros prisa en besaros, deciros todo sin pestañear, no temáis al mañana, ni a la locura del sentimiento. Dejad que todo os embargue, hasta el último suspiro. Ya, mientras, la muerte aspira un poco aquél segundo del portal, pero su envidia es más pesada, amarga. No respira miedo; su amigo, ni siquiera lástima; su herida. Ha envejecido al entrar, tiene más años y las arrugas se pronuncian por cada beso. Los besos le hacen llorar y arrepentirse, la ternura la embriaga. Pero lamentablemente sigue su paso de asfalto. Llegará probablemente la pérdida en la cuneta, llegará al atardecer, el más largo de todos. Pero no podrá decirse que no se besaron, que no se amaron; sin entrometerse, sin pesar el uno sobre el otro.  Allí vuelve a verte, donde al final te fuiste, en el acantilado. Agarrado a la botella del llanto, alimentando tu recuerdo, el de aquél último beso. Ahora por lo menos piensa: todo se dijo y pudo sentirse y aunque te fuiste, no quedó nada en su corazón y sus ojos que no se dijera…
Todo al final fue aliento…

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