“Una sensación de certidumbre, de
satisfacción y de finalidad que surja demasiado pronto puede resultar
catastrófica”. Tan catastrófica como nuestra necesidad acabada y dirigida;
escrutada de la realidad. No existe realmente, y en las palabras de Pallasmaa
se describe, una relación con el mundo que pueda carecer de incertidumbre.
De
hecho, ¿no es peor la sujeción y el control desmedido?
Por supuesto que hay en
sus palabras el rastro del maestro, como lo nombra Kierkegaard, la sombra del
Descartes anciano que anuncia su vejez, visitando la ignorancia y explorando
cada descubrimiento como nuevo. El mundo que rastrea nuestra cultura sólo
pretende creer en que el tiempo nos hará más sabios e inteligentes. Más astutos
y preparados. Pero, tal y como dice aquél maestro: “mis esfuerzos por
instruirme sólo me habían servido para hacerme descubrir más y más mi
ignorancia”.
Supongo que asumir esta realidad es todo un reto, pero supone un
alivio cuando se refunda como máxima. Si no hemos venido aquí para asumir la
acumulación del prestigio de la sabiduría personal, quizá, podamos entender aún
más, la fortaleza que el presente, como único espacio real, tiene en todos
nosotros. Ya no existirá la lástima que brota en la cabeza cuando se siente uno
desconocido o perdido, cuando se ve empujado a buscar y buscar para sentirse
invadido de gloria y riqueza.
Si la incertidumbre o la falta de certeza fueran más "catastróficos" que la estabilidad de las ideas, probablemente este mundo
viviría en continua y creativa revolución; al menos, silenciosa. Sin embargo, salirse de la acomodada
percepción del mundo, huir de la asequibilidad del relato, procurará un
desconcierto que al sistema no le interesa. La sociedad del consumo no puede
entrar en descubrimientos e incertidumbres. No puede ni desea fijarse en más
que lo acabado. Ni pretende verse envuelta en carnes del mundo podridas y
olorosas: la degustación de la realidad debe darse sublimemente en bandejas, en
mentiras y en dulces insultos.
Toda forma de desconocimiento, todo malhechor
que se niega a aceptar su totalidad acabada es, definitivamente, un pájaro sin nido ni canto.
Me parece que queda claro: si los maestros
confiaban en la servidumbre y el desprendimiento; en la insatisfecha brecha de
lo no descubierto y la inacabable línea imaginaria de lo que queda por
descubrir, es porque acostumbraban a mirar en la profundidad, desde una visión
“desenfocada” que alumbra la rebelión y calienta el fuego de las ideas. Aquella
gran tristeza que vivimos todos, tras el despampanante juego de luces de
circo, nos ha hecho acreedores de la
estupidez de la razón acabada, la que es nuestra y a su vez no es de nadie.
Vivir en la certeza, quieren y queremos. Pobres ilusos.
El mensaje al contrario es claro y sólo tiene
un rumbo: incorporar la incertidumbre y el "desconsuelo" a nuestra dieta
emocional son, a buen seguro, el mejor de los antídotos contra nuestra falsa
necesidad de sabiduría, paz y consagrada calma.
Sólo así podremos vivir tranquilos
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