Amanece entre limoneros caídos por la
debilidad. Se han apresurado por mirar, por alzarse en el cielo. Cuando
protesté por la delicada tierra no me entendieron. Había vivido la sombra, la
luz del sol bajo las copas de los árboles. Había sido testigo del alimento
entre los dos planos más antiguos de la arquitectura: la tierra y el cielo. No
caía una gota. Todo era luz a raudales. Un metro, un paso y la búsqueda de las
escalas. Hay ahí algo olvidado o sometido a la sobreabundancia. Nuestro mundo
no entiende de lluvias y proyecto. Se empeña en la sequedad y la dureza. Si nos
afirmamos en un rumbo proyectual que se alimenta de las sombras de los árboles,
pecamos de ingenuos y estúpidos. Pronto surgió la nomenclatura de los
“limoncitos”: aquellos ser_es que viven y se ilusionan por un mundo de tierras
y árboles. Que se empeñan en no vacilar en su defensa. Ahora que ha caído poca
lluvia, la necesitamos encima del proyecto. Todo nació ahí, junto a los
limoneros, pero sólo parece que ven su “insolencia”. Hasta aquí hemos llegado.
Los cuerpos de sus troncos no son más que mercancía o escaparate, parecen verse
como el rastro de otro mundo que ya no se toca o siente cerca. Yo sigo
ilusionado con sacar la cabeza bajo la ventana. Sigo soñando con el azahar, con
el brillo intenso del amarillo. Sigo creyendo en la rivalidad de los
amarillos!! Y me he adelantado porque creo que veo o presagio parte de mi
futuro. No lo traigo pero lo veo. No puedo creerme que necesitemos reconstruir
lo que ya ha sido regalado o dado para nuestro disfrute. No creo que haya que
divisar a lo lejos el paisaje en su espesor infinito, cuando éste se derrama
tras nuestra puerta. ¿Y si cae un limón al agua de la piscina cuando me bañe?
Seguramente será la señal de que hemos hecho bien las cosas o que, sencillamente,
hemos dejado que se hagan solas. Las cosas están ahí por algo, obedecen a
alguna extraña ley del viento y la lluvia, de las constelaciones. No son puro
azar. Si me veo en aquella casa, tan cerca de ella para que sea verdaderamente
mía, será porque he nadado entre los árboles, visitando todas sus hojas en la
caída de la tarde. No quiero ni pretendo evadir el hecho de que cada palada que
agite contra los troncos será mi propia ruptura, mi propia pudrición. El
proyecto necesita de una lluvia, de una lluvia amable y serena. La que es capaz
de despejar la mente. La que ayuda a saborear el mundo. Aquí llueve poco, pero
llueven vientos en otoño e invierno, y las hojas caen torrencialmente cuando se
las escucha. No me gustaría que fueran otros los que me contaran qué se escucha
ahí fuera, a qué sabe la lluvia. No me gustaría ver a los lejos, enmarcando la
vida en el horizonte. En cada rincón, el más próximo, se juega todo lo que hay
que jugarse. En el milímetro entre las copas, en una rama, en el relieve
desgastado por el tiempo de una hoja. Para mí todo el proyecto está ahí: en la
lluvia, en la lluvia que no se da pero moja más que ninguna…
Lluvia al limón,
A su corazón.
Lluvia al amanecer que brinda verdor
A la luz que se derrama entre los muros silenciosos
Lluvia por doquier, sin mirar allí o aquí,
con la espera cuidada que cae desde el cielo.
Lluvia en la cubierta que viaja entre tejas
y cae sobre mi cabeza.
Lluvia de tornado de hojas verdes y emulsión amarilla
Con azul de crepúsculo e intimidad divina
Lluvia sin agua, de tierra y ramales de raíces
A la servidumbre propia de mis sueños
Tan sólo los míos…
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