lunes, 29 de abril de 2013

Épica




Todo acto poético se inicia en la épica. Es el primer sustrato en donde la palabra comienza, desde la garganta, desde el grito. Borges no se equivocaba en absoluto. Pero la épica no es sólo poética. Es todo. Desde que nacemos hasta que morimos ejercemos nuestro grito épico tanto en la llegada como en la despedida. Nos movemos sin tregua en una lucha, unas veces silenciosa, otras movida, por dar aliento a esa  hermosa criatura que es la vida. Y no podemos evitarlo. Aunque seamos comedidos o diplomáticos en exceso, antes o después aparece. El acto creativo nace, desde un desierto acumulado, un viaje lleno de maletas vacías. Impreciso hasta el arrepentimiento nos cautiva sólo si somos capaces de regarlo cada día, cada hora, cada momento. ¿Pero quien no grita en medio de la inmensidad de la arena?, ¿qué puede salvarte sino la épica del náufrago? Despiertas desde la sana locura, en una tormenta inextinguible. Habría que escribir sobre todo lo que nos pasa, sin el temor a la calidad narrativa, abandonando todo innecesario intento de exhibición, aunque nos cueste mucho. Me temo que aterroriza la idea por la soledad que refleja. ¿Una escritura huérfana? ¿Sin lectores apasionados, sin aplausos?  La primera escritura es la única posible, la nuestra, a solas. Ahí el cuerpo activa la épica porque el primer grito no proviene del miedo que provoca la aceptación o el rechazo, sino la angustiosa orfandad del escritor que se ve descalzo. Los cuerpos hieráticos de los suburbios ya no nos acogen y estamos solos; solos!! ¿Cómo no vamos a gritar, aunque sepamos que no nos oyen? Es el primero de los grandes miedos; la dolorosa angustia de la servidumbre propia. En el fondo nos aterra, antes que nada, ser siervos de nosotros mismos, perdernos en el laberinto excesivo de nuestra autonomía. Otros dirían que esa es la primera gran fuente de la vanidad; el lugar de la soledad, el rechazo a todo lo que no sea el encuentro íntimo con uno mismo. Sin embargo creo, que la vanidad articula su expresión en otro gesto de locura distinto y más despiadado. Vive en las postrimerías del desierto individual pero busca con ansia su anhelo: exhibirse en el ámbito de lo público. La otra escritura; la épica, la del inicio y el final, no es tan astuta y narcisista. De hecho, es inconsciente casi siempre de su porvenir y su futuro y fluctúa entre el barro y la desidia, lo fallido y lo erróneo. Se cree vulgar y prescindible y por eso, quizás, se escribe menos. Todos gritamos en algún momento de nuestras vidas, expresamos un sentimiento, muchas veces oculto por el temor ingobernable a lo ridículo. Así diluimos nuestro mundo en una acuarela abstracta sin trazo. No perdamos de vista nuestro grito, nuestro derecho a la épica, a lo vivido y olvidado.
Somos huérfanos! Y qué! ¿Acaso no lo fueron muchos otros?

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