Las enseñanzas de lo cotidiano actúan con más
profundidad en nuestra personalidad, que la fugacidad de las grandes
previsiones. No hay nada como sentarse en la plaza de un pueblo y simplemente pararse a escuchar. Los abuelos han caminado toda su vida y se aferran a los
mismos paseos, con los mismos vértices, inicios y fines. Se dejan caer con toda
su amable alegría en los bancos. Improvisan conversaciones o charlan de lo
cotidiano como si la vida para ellos no tuviera ningún tiempo externo. No creo
que la televisión sea un problema para ellos ni la era digital. Ellos siguen
soñando con los montones de paja donde dormir sin temor a nada. Siguen
resumiendo su vida en cada paso, porque ellos sí han venido para seguir
forjando abreviaturas.
¿Por qué habremos condenado la abreviatura al campo
pseudo social del comercio de imágenes?
¿Por qué seguimos insistiendo en la
conducta del consenso, del ciberespacio?
Con tan poco se puede ser millonario,
pero nunca es suficiente.
Las generaciones han ampliado y reducido las distancias,
no se contentan. Creen haber dominado el mundo con las redes digitales y la
alta tecnología del transporte. Podemos movernos a toda prisa, reducir los
espacios en su distancia y limitar el mundo a un grano de arroz. Sin embargo,
paseamos en nuestro pueblo bajo la obsesión de las mismas lecturas de falsa identidad. No
soportamos el coche lejos del hogar; dormimos con la inquietud del movimiento
de un parabrisas en una noche de lluvia.
Desde esa ley, el sujeto retoma la
ciudad o la urbe con la ansiedad de un delineante que cruza y cruza líneas para
tenerlo todo atado.
Creo que deberíamos aprender a parar un momento.
Reflexionar sobre porqué hemos llegado a desestimar las abreviaturas en la
ciudad y en nuestros pueblos. Porqué se necesita someter las escalas de cada lugar
a la medida de otros.
El tiempo se ha desdoblado, hay una gran oquedad en todo
el tiempo. Cuando se escucha la sabiduría de aquellos ancianos se entra en razón.
Parece que se suspenden los impuestos, las tonterías, el exceso de palabras.
Aquellos millonarios de instantes no se vendieron al diablo ni se han perdido
en copas o borracheras por ganar la lotería. Siguen a su ritmo escudriñando
humildades de riqueza desconocida. Hay que estar muy atento y escuchar mucho.
Quizá haya que subir sus mismas rutas, y descansar en las mismas fuentes de
abastecimiento emocional, para llegar al estado en el que ellos se encuentran.
Creo que podría bastar y hasta sobrar tanto silencio y verdad. Tanto
millonario con ropas de labranza y pedazo de pan.
Para el dolor insalvable de
los ciudadanos que siguen buscando la fortuna material: que busquen menos y se
sienten a descansar.
Que cierren los ojos,
que callen.
Que sea la humildad, la humildad
millonaria la que emprenda todas las voces.
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