sábado, 28 de febrero de 2015

La laguna




Como un dolor la laguna avanza. Como una siesta que se duerme y prolonga demasiado. A pesar de las búsquedas la ciudad nos espera. Hay que verla con cuidado o cerrar los ojos para escucharla, pero todos tenemos una laguna propia. No es el mar de nadie, sólo es el nuestro. Zarpar no sería la suerte del paseo en barco junto al resto. Esa fatalidad hay que asumirla. La colilla, el papel, el abandono de la ciudad no es cosa ajena ni delegable. Pero la sintonía siempre reprime al corazón solitario. Siempre preferimos sintonizar con el resto, escapar de la individualidad. No pretendemos vernos envueltos en las decisiones de la ciudad que se deciden en el milímetro más pequeño de nuestras manos. Por doquier se ven casos de ese falso consenso que se contenta con reciclar botellas, cartones y basura orgánica. Nuestro salón ha dejado, literalmente de ser la calle, el nudo, el barrio o la plaza. Todo se ha convertido en un inefable gusto por los aromas y la cosmética más superficial. Pero son los mismos que se perfilan como modistos, los que no se asustan al agredir a la ciudad con la caída de sus colillas o tirada de basura varia. Aquella laguna, aparece empobrecida por la pérdida de la soledad. Por una pérdida que se sustituye en falsas concurrencias y saludos. Por un malestar del sujeto que no ha añadido a su cesta de la compra un poco de viento y alegría. Se han visto todos, pues, envueltos en la misma tiranía vacía de las promesas de la ciudad. Ninguno ha querido oír de limpiezas que no sean pagadas o resueltas por los servicios de limpieza. Cuando uno se retira a esperar a que la voz llegue a su puerta, incurre en delito directo contra su autonomía y libertad. Pero la autonomía es de todo y en todo, no es sólo para esto o lo otro. Todo es incluido. Ahora que la ciudad se desgaja en periferias y griterío de supermercado, la laguna reflota como una epidemia vital que sanará más que su nominalismo. Perdidos o contaminados, sólo hay un camino hacia la ciudad: perderse. Perderse una y otra vez. Sin temor a ser vendido o violado por la seducción del comercio mudo. Sin temor a perder la laguna. La que a cada uno le corresponde. Y precisamente es corresponder, lo que debemos hacer con la ciudad. Corresponderla con la misma alegría social que llegó a nuestros brazos. Para que no muera más, para que sus heridas cicatricen, para que se oxigene a todo pulmón. Terminan los días que despiden ya el año. Y ahí queda la laguna, para acercarse y navegar. Con los ojos bien abiertos o bien cerrados, según se mire.




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