jueves, 29 de agosto de 2013

Velocidad amable


Amable y curiosa. Casi es un despiste. Se mueve lentamente y origina un encuentro. Un paseo familiar en bicicleta. Una carrera de sudor por adoquines y piedras. Un paseo respirado, interno. No todas las formas de velocidad son detestables. Si Virilio afirma que la velocidad y la técnica han originado un distanciamiento del hombre con respecto a la tierra que pisa, también puede considerarse que la velocidad puede llegar a convertirse en uno de los más refinados motores que ayudan a conocer la ciudad y sus habitantes. Sin duda hablamos de velocidades amables no adscritas a medios técnicos sofisticados. No son despiadadas ni dependen o se construyen en los medios de consumo y en las propuestas de ocio más comunes. Se adiestran en territorios mucho menos convencionales y están sujetas a voluntades de tierras y piedras. ¿De tierras y piedras? Sí. Emergen de una voluntad precisa de abandono de la “ilusión del aire”; un camino que se desliga de ese mundo ingrávido, si se quiere volátil que ha sido creado frente a nuestros ojos. No dependen de autopistas, trasatlánticos, vehículos o aviones, sino que emergen del contacto del hombre directo con sus pies sobre la tierra. A menudo perdemos este sencillo sentido de la inmanencia. No se trata de sobrevolar con fotografías, postales o paseos a caballo la ciudad. Se trata de emerger de ella. De un contacto íntimo con las entrañas de la ciudad. El hombre no es capaz hoy día, en la mayoría de los casos, de visitar la ciudad sino es ataviado con un gran número de elementos técnicos que al final provocan ese trascender, ese alejamiento. Cada vez son menos las personas que cruzan corriendo la ciudad, que atraviesan sus calles, que dejan su sudor y su olor. Que son capaces, como afirma Kundera, de sentir el paso de su tiempo e instante, de la inevitable maravilla del envejecimiento. El aire es casi siempre el mundo donde uno se mueve, ese aroma cautivador del shopping, de la conquista del mercado. Perfumados, vestidos de gala y repeinados salimos a la ciudad para exhibir nuestras capacidades de conquista, recogida y simulación. Quedan pocos ciudadanos que corren con amabilidad en la ciudad. Que han dejado su ruta de sudor y lágrimas por los barrios, los centros, las plazas. Que desprenden realidad y autonomía. Que son, en definitiva, la muestra de una autenticidad escogida y sin tapujos. La velocidad amable es una suerte de reconquista del hombre y su mundo. Es un paso saboreado, un hálito que golpea con fuerza en la puerta de nuestra consciencia. Y ya no para, sigue caminando, emergiendo en cada zancada sobre el asfalto. Se trata de un acto de rebeldía, de coalición bélica contra la otra velocidad que ya no es nuestra; la que nos separa. La velocidad amable muestra nuestro lado más humano. Necesita de esas formas de expresión que se originan en la lentitud del espíritu. Y es ahí donde la ciudad no se visita, no se sobrevuela. Es, sencillamente, nuestra. Una hermosa criatura que nace y desarrolla en de cada uno de nosotros.

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