El
abrazo concurrido
La
calle muerta, la que había cerrado la boca para siempre ha despertado. Ha
despertado desde el abrazo más cálido e inesperado. Nos han contado que la
calle, la que todavía recordamos, la que abrazó a nuestros abuelos y padres,
tal y como ellos llegaron a conocerla, ha desaparecido. La calle, impuesta y
organizada por las férreas directrices urbanísticas, se ha convertido en el no
lugar donde la gente ya no se saluda o palabrea con su boca. Ahora, en nuestro
acelerado tiempo, parece que solo es posible cruzar una mirada entornada,
oblicua, tímida y casi atemorizada, incapaz de dejar mella en el otro. Hemos
perdido las huellas de nuestros antepasados que se paraban y preguntaban, entre
ellos, por los rincones, secretos y plazas de sus lugares de vida o ciudades.
Que hasta pedían permiso para cruzar los puentes que unían y entrelazaban los
territorios. La calle ha devenido el lugar del escaparate público, pero sin
público: sin gente. Esta última historia, muy bien descrita con precisión
literaria, ya la conocemos: la defunción de las rutinas sociales de la calle en
detrimento del comercio y el intercambio monetario del shopping.
Sin
embargo, cuando uno escucha. Cuando uno espera pacientemente. Cuando somos
capaces de susurrar con voz apagada una canción mientras se transita la vereda
urbana. Cuando sucede esto, pueden ocurrir insólitos acontecimientos. Momentos que nos llevan a
nuestra infancia. Lugares sorprendentes que convierten al extranjero, al
desconocido, en un familiar cercano y amoroso. La calle, entonces, deviene el
lugar que familiariza a las personas, las reconoce en su yo y en su otro. En nuestros semejantes. La calle permite, en
consecuencia, el acontecimiento de la cercanía y la proximidad más extremo: el
abrazo.
El
abrazo, cuando se da en la calle, es un acto de rebelión que desfigura el
ámbito de lo privado y lo comunitario. Funde las raíces de ambos conceptos,
eliminando la excesiva protección que brinda el hogar y la impersonal distancia
del peatón que se desliza por la acera, en un concierto unísono e inseparable. Se
trata del mayor alegato que pueda existir contra la ingravidez del tránsito
descarnado. En el abrazo se gesta y nace la primera esencia de la carnalidad
humana: el intercambio legítimo y sentido entre las personas que la comparten.
Más aún, cuando este no ha nacido en la respuesta confiada de la sangre o la
familia. Es más revelador el abrazo cuando su acto de aparición es espontaneo,
fortuito, como la hoja que cae en leve sinfonía de un árbol. Cuando llega del
atrevimiento de un viandante que ha encontrado la vecindad con nosotros al
escuchar una melodía que susurrábamos al cruzarnos. El abrazo, torna entonces
el más fuerte instrumento contra la indiferencia de la ciudad y su peligrosa
curva de voracidad consumista y material.
Es
en este abrazo, compartido con una amable y risueña anciana en las calles de Shkodër,
Albania, en donde reside la esperanza por una ciudad en la cual la calle no
siga feneciendo al servicio de la periferia desmedida, cuarteada y muda, o la
fugacidad del comercio, sino en favor de su principal atributo: seguir
construyendo el escenario en donde la vida pueda celebrarse en los abrazos
concurridos de las personas que lo habitan.
Belgrado,
octubre 2025
