sábado, 1 de noviembre de 2025

El abrazo concurrido

 



El abrazo concurrido

La calle muerta, la que había cerrado la boca para siempre ha despertado. Ha despertado desde el abrazo más cálido e inesperado. Nos han contado que la calle, la que todavía recordamos, la que abrazó a nuestros abuelos y padres, tal y como ellos llegaron a conocerla, ha desaparecido. La calle, impuesta y organizada por las férreas directrices urbanísticas, se ha convertido en el no lugar donde la gente ya no se saluda o palabrea con su boca. Ahora, en nuestro acelerado tiempo, parece que solo es posible cruzar una mirada entornada, oblicua, tímida y casi atemorizada, incapaz de dejar mella en el otro. Hemos perdido las huellas de nuestros antepasados que se paraban y preguntaban, entre ellos, por los rincones, secretos y plazas de sus lugares de vida o ciudades. Que hasta pedían permiso para cruzar los puentes que unían y entrelazaban los territorios. La calle ha devenido el lugar del escaparate público, pero sin público: sin gente. Esta última historia, muy bien descrita con precisión literaria, ya la conocemos: la defunción de las rutinas sociales de la calle en detrimento del comercio y el intercambio monetario del shopping.

Sin embargo, cuando uno escucha. Cuando uno espera pacientemente. Cuando somos capaces de susurrar con voz apagada una canción mientras se transita la vereda urbana. Cuando sucede esto, pueden ocurrir insólitos acontecimientos. Momentos que nos llevan a nuestra infancia. Lugares sorprendentes que convierten al extranjero, al desconocido, en un familiar cercano y amoroso. La calle, entonces, deviene el lugar que familiariza a las personas, las reconoce en su yo y en su otro.  En nuestros semejantes. La calle permite, en consecuencia, el acontecimiento de la cercanía y la proximidad más extremo: el abrazo.

El abrazo, cuando se da en la calle, es un acto de rebelión que desfigura el ámbito de lo privado y lo comunitario. Funde las raíces de ambos conceptos, eliminando la excesiva protección que brinda el hogar y la impersonal distancia del peatón que se desliza por la acera, en un concierto unísono e inseparable. Se trata del mayor alegato que pueda existir contra la ingravidez del tránsito descarnado. En el abrazo se gesta y nace la primera esencia de la carnalidad humana: el intercambio legítimo y sentido entre las personas que la comparten. Más aún, cuando este no ha nacido en la respuesta confiada de la sangre o la familia. Es más revelador el abrazo cuando su acto de aparición es espontaneo, fortuito, como la hoja que cae en leve sinfonía de un árbol. Cuando llega del atrevimiento de un viandante que ha encontrado la vecindad con nosotros al escuchar una melodía que susurrábamos al cruzarnos. El abrazo, torna entonces el más fuerte instrumento contra la indiferencia de la ciudad y su peligrosa curva de voracidad consumista y material.

Es en este abrazo, compartido con una amable y risueña anciana en las calles de Shkodër, Albania, en donde reside la esperanza por una ciudad en la cual la calle no siga feneciendo al servicio de la periferia desmedida, cuarteada y muda, o la fugacidad del comercio, sino en favor de su principal atributo: seguir construyendo el escenario en donde la vida pueda celebrarse en los abrazos concurridos de las personas que lo habitan.


Belgrado, octubre 2025