«Porque la realidad está por terminar, /aún no está construida. /De su consumación dependerá/ en el mundo de la vida eterna/ el retorno de una eterna salud.»
Artaud
Era la segunda vez que visitaba el recinto. O quizás la tercera... pero habían pasado tantos años que apenas recordaba algunas zonas de su fisionomía. Allí se encontraba él, dentro del Arsenal de Cartagena, confinado, sin elección, en los contornos del cuerpo en el que le había tocado viajar desde que comenzó su aventura como terrícola.
Fue en el invierno de 1700 cuando, como portador de una estructura orgánica aparentemente idéntica a la del viajero protagonista, llegó Sebastián Feringán y Cortés, el hacedor del recinto. Hacia 1732 ya se habían puesto en marcha las obras para su construcción: cuarteles, talleres, almacenes, astilleros, carenas y diques en torno al Mar de Mandarache, la laguna interior que propiciaba la construcción de aquel puerto militar de dimensiones considerables. Todas estas infraestructuras fueron dotadas de un potente muro de cierre perimetral que lo mantenía completamente al margen de la vida de la ciudad.
Aunque era poco conocedor de su biografía, algo le decía que Feringán fue muy consciente de la alternancia de ciclos de tiempo y maduración que experimenta la vida, y de que cada unidad de vida lleva incorporado un mecanismo para autorregularse. En cierta manera, sus investigaciones consolidaban su convencimiento de que aquel ingeniero militar sabía, en su fuero interno, que ninguna estructura podría durar más de lo que su naturaleza funcional tuviera de útil para el despliegue orgánico de la evolución de las formas de vida a las que diera soporte.
Así tenía lugar su visita al recinto aquel día de invierno. De pronto volvió a caer en la cuenta de que se encontraba doblemente confinado: dentro de su propia piel, como de costumbre, y dentro de aquel recinto diseñado por Feringán.
Al borde del cantil del muelle, sentado en un enorme noray, sus ojos acompasaban las sutiles ondulaciones sobre la superficie del mar. Una vez más, estaba procesando las múltiples asociaciones que vislumbraba entre la estructura orgánica de su vehículo y la estructura artificial del entorno edilicio donde se encontraba en estado contemplativo: el muro perimetral y la epidermis, las puertas de acceso al recinto y las aberturas o umbrales donde los tejidos especializados atestiguan del flujo de información que entra y sale, y lo descodifican; las calles y las canalizaciones de gases, fluidos y materia sólida, los almacenes, los talleres de reparación, los cuarteles... y las cavidades carnosas, más o menos densas, que procesan las diversas formas de información. Y entre tanto, se sucedían los ciclos de transformación energética y los intercambios de calor entre los diversos sistemas y el medio que los circunda.
Examinando el paralelismo de las formas que surgían en esos dos niveles de observación podía llegar a explicarse las formas o apariencias como sistemas de emergencia de la vida, con sus mecanismos de adaptación y de defensa frente a otras apariencias de vida que, en principio, parecían ajenas a aquellas formas de confinamiento que daban soporte a sus movimientos.
El procesador de su vehículo, cumpliendo la función para la que había sido diseñado, traducía aquellos estímulos sensoriales a los códigos mentalesbásicos, para individualizarse y contarse su propia historia de los mundanales aconteceres: toda la vida sigue ciclos de tiempo. Esta afirmación le perseguía hasta la obsesión. Estaba convencido de que existía un orden, más allá de los patrones de pensamiento impuestos por la cultura dominante, y de que con esta manera de procesar la información llegaría a un profundo entendimiento del gran plan de la naturaleza del que se sentía una prolongación sensorial cualificada.
Otra vez: el muro... la piel... contenedores de dispositivos entrelazados que hacen posibles la continuidad de los procesos cíclicos de la vida. Y, a menudo se preguntaba: en esta yuxtaposición de confinamientos ¿qué queda de la intención germinal que prolonga sus formas? Como no alcanzaba a comprender los motivos para que una forma se extendiera indefinidamente en el tiempo, más allá del ciclo que aparentemente validaba su utilidad, le resultaba difícil aceptar las limitaciones intrínsecas al hecho de habitarlas. Aquel viajero cósmico no se estaba dando cuenta de que muy adentro de su vehículo se estaba cociendo, más allá del tiempo, una revolución silenciosa. Algo sobre lo que no tenía control ni, por descontado, la menor elección.
Con los ojos vueltos hacia dentro, su procesador mental seguía dando vueltas en torno al mismo patrón de pensamiento, tratando de llegar a ver más allá de las formas, la duración de los procesos y sus funciones: siempre nos confinamos con otros en las estructuras que alguna vez edificamos para defendernos de los peligros potenciales y abrigarnos de las inclemencias del exterior. ¿Habremos venido a experimentar la libertad en estas jaulas construidas para la coexistencia? Si este fuera nuestro cometido último, el triunfo del ejercicio humanista por excelencia sería experimentar la paz como resultado de amplificar la capacidad de amar a quien se habría convertido, casi sin darnos cuenta, en nuestra mayor amenaza: el compañero de celda o habitación. De ahí que los mayores inconvenientes de nuestro tiempo sean debidos, en gran parte, tanto a la creciente dimensión física de los espacios de encuentro, como a la compartimentación de nuestras residencias en diversos habitáculos estancos y especializados, además del uso indiscriminado de los avances tecnológicos: pantallas y dispositivos que nos abducen y nos trasladan mentalmente a otros mundos... un coctel cuasi perfecto para evitar la confrontación directa con la presencia de todos aquellos que supongan un desafío a la paz que creíamos haber conquistado. Así, alienados con el desenfrenado progreso de la técnica, nuestra más preciada aspiración se debilita y hay que buscar, de manera intencionada, el acercamiento a los demás cuerpos para poder evaluar, en la relación con el otro, el nivel de conformidad con uno mismo, y con ello el reconocimiento de la propia naturaleza que, al ser singular, es múltiple y diversa.
Continuaba inmerso en su monólogo interno: a este vertiginoso ritmo corremos el riesgo de que la gran nave, el planeta tierra, deje de ser también un espacio de confinamiento para los humanos. ¿Acaso estaremos huyendo de nuestro más íntimo designio?, ¿se estará prolongando indefinidamente el ciclo que podría llevarnos a la propia autorrevelación?, ¿no podría, semejante exilio interior, estar arrebatándonos la posibilidad de autotrascendencia que nos brinda el verdadero progreso humano?, ¿quién soy?, ¿quién soy yo?, ¿quién soy yo para mí?...
Sin anunciar el movimiento, sus ojos se abren. El mundo se le aparece como un teatro; sobre el escenario los cuerpos interpretan la danza del tiempo y, en el aire, se desvanece lo soñado. La vida, visible al fin... ha revelado su cuerpo en la piel del mundo.
* El presente relato de Ignacio Abad, junto con el dibujo de Tomás Mendoza, forma parte de un trabajo realizado por los 85 creadores, entre escritores y artistas, que han participado en el proyecto ‘Imagina Cartagena’, cuyo fruto es un libro y una exposición que se presentaron el 10 de octubre en el Palacio Consistorial.