Nada, borrachera de miedo, nada. Miedo a empaparse
de miedo, a ser sacudido. Por eso huye, se esconde en la carretera, en los
lugares esparcidos de las autopistas, donde no hay nombres, ni identidades,
sólo salvajes encuentros. Vomitando asfalto. Cada hora lanza una bocanada de
alquitrán que proviene del estómago, sin cosidos, sin remiendos, sin heridas. Todo
en bruto, carne viva. Apagaría un minuto de mi vida por ser capaz de entender
qué pasa entre los mundos del asfalto, qué hay que haga a tantos caer al
precipicio. Aunque sé, que me escondería, detrás del seto, a observar, con la
mirada medio entornada, casi cerrada. Cerrada para no sentir, para no herirme,
ni siquiera un poco. El miedo es fiel compañero del asfalto, son amigos. Han
elegido la transitoriedad como lugar de boda y convite, allí despliegan su
fiereza y su amor al horror. Despiadados se apropian de vidas suspendidas en
airbags, en látigos de acero, en curvas en barrancos. Todo se desmenuza en la
cuneta. La cuneta es su abrigo y el
lugar de los enamorados que se despiden y no volverán a verse. Se vieron
por última vez en el portal de sus abuelos, encogidos por recuerdos. No se
dijeron todo al posponer, como hacemos algunos, el aliento. Fue fugaz la
despedida, para no reprochar, para no enaltecer la verdad de cada uno, en el temor
inconsciente de la réplica. Sabían que tendrían tiempo para el retorno, para
poder hablar a solas, menos encogidos que antes. Pero no es así. Los enamorados
que no se hablan con el corazón ya tienen tumba y les espera. El asfalto guarda
rencor, es celoso, no puede amar, sólo llevarse a amados. Menosprecia aquello
que no posee y por eso lo tritura, lo separa. Qué pasaría si supieran los
enamorados que no volverán a verse. Que aquél es el último pecado en el portal.
El aliento probablemente se abriría, tanto que no daría el amor para llenarlo.
El reproche desaparecería y solo la pasión cobraría fuerza. No se entrometerían
más con el pasado, con su biografía y el futuro sería abierto, lleno de luces.
El hecho de saberlo provocaría ese ajuste de cuentas último con la realidad que
todos necesitamos. Un cara a cara extremo, de golpes sin tregua, sin necesidad
de preparar la retaguardia. La estrategia sería carne muerta anunciada. Sería
vivir en el eterno minuto del último segundo. Entonces no habría batalla ganada
antes de librada, porque no nos libraríamos, sería literal, a la yugular. Al
saberlo no tenemos tiempo, ni mucho menos para la estrategia. Sólo nos queda el
escueto encuentro con la muerte, sin paradas, sin remedios. Desposeídos del
futuro nada más que el presente importa, y tiene que ser lo más vertical
posible, porque cada paso del tiempo horizontal nos corroe, nos devora.
Enamorados!! Daros prisa en besaros, deciros todo sin pestañear, no temáis al
mañana, ni a la locura del sentimiento. Dejad que todo os embargue, hasta el
último suspiro. Ya, mientras, la muerte aspira un poco aquél segundo del
portal, pero su envidia es más pesada, amarga. No respira miedo; su amigo, ni
siquiera lástima; su herida. Ha envejecido al entrar, tiene más años y las
arrugas se pronuncian por cada beso. Los besos le hacen llorar y arrepentirse,
la ternura la embriaga. Pero lamentablemente sigue su paso de asfalto. Llegará
probablemente la pérdida en la cuneta, llegará al atardecer, el más largo de
todos. Pero no podrá decirse que no se besaron, que no se amaron; sin
entrometerse, sin pesar el uno sobre el otro. Allí vuelve a verte, donde al final te fuiste,
en el acantilado. Agarrado a la botella del llanto, alimentando tu recuerdo, el
de aquél último beso. Ahora por lo menos piensa: todo se dijo y pudo sentirse y
aunque te fuiste, no quedó nada en su corazón y sus ojos que no se dijera…
Todo al final fue aliento…