Quizá haya llegado brotando hasta aquí desde
Moratalla. Con el mismo rumor que agujerea los tímpanos delicadamente. Quizá
haya perfumado todo de azahar y primavera. Que se haya sobrepasado el
límite estacional. Quizá haya envuelto la rudeza del cerramiento del edificio
del garaje junto al balcón, de hiedra y jazmín. No lo sé. Pero la luz se ha
alargado hasta aquí.
La ciudad puede vestirse como quiera, y muy probablemente
permanecerá con la misma cara boba durante un buen tiempo, pero nuestros ojos
pueden cerrarse y llenarse de imaginación. Toda la luz de la lluvia, aunque
parezca que no exista, brinda al hombre un sueño: mojarse de sol. Esperar a protagonizar
algo imposible, inalcanzable.
La ciudad no es un volumen acabado, ni siquiera podría
serlo por mucho que nos empeñáramos. La lluvia, tan sólo la lluvia la cambia. Y
eso habla de la hermosa vulnerabilidad de la ciudad.
Recorrer la espera de lo acabado,
sugerir la limpieza, esperar de rodillas la higiene es, sencillamente, una
utopía inapropiada. Hay que saber esperar el cambio como un refugio estable, a
pesar de lo que digan. Hoy la lluvia cae, moja la sequedad de los geranios
muertos tras el periodo estival, y brinda a su marrón quemado, la posibilidad
instantánea de una vida. Hasta lo muerto y lo perdido, tienen una nueva
oportunidad -en el instante de la lluvia-, para resucitar. Esa es también
nuestra prolongación, porque somos todos esos geranios debilitados al sol y
arrugados por la lluvia. Nos movemos como ellos, según las estaciones. Y
podemos brillar cuando parece que todo puede estar perdido.
Si la lluvia es
capaz de congelar a la muerte, retarla y sacudirla. Si la lluvia es capaz de
hacer que broten palabras y poesías de los asfaltos y los contenedores de la
basura, imaginaos que podría llegar a hacer con nosotros. Todo depende de la
prolongación, de la prolongación de la luz interna. La que pude ver en Moratalla
en una amanecer de exceso y abundancia, la que manipuló las retinas obligando a
cerrar los párpados por su intensidad. Aquella luz que hoy era lluvia. Aquella
luz que hoy era sonido y vida en el balcón, es una prolongación de nuestro
cuerpo. Tan desnudo como la lluvia misma que cuando cae, ni señala ni acusa, ni acumula maletas, gafas o sombreros. Que no se aferra a aguantarse en las nubes, peleando
e insultando su propuesta de caída. Que no se subleva por la búsqueda de la
máscara o el disfraz por no verse bella al desprenderse. Que se sublima a la piel
arrugada y envejecida que la cubre, sin dejar de sentirse joven y astuta.
Así es
la luz que se prolonga: la libertad del desnudo imaginario del hombre. Tan
libre como estar en todos sitios sin estarlo, como estar aquí estando allí.
Planeando en la lluvia, en la prolongación de la luz, que rebasando el umbral
del balcón, y tras la invitación del jazmín, se cuela o ya estaba,
quizá ya estaba,
en el
interior del alma…