¿A qué huele la risa? ¿Cómo sabe? ¿Sabe a
melancolía? He medido un poco más el paso hoy. Salí de casa con un libro bajo
el brazo. Subí al tren y me dirigí a la biblioteca. He apoyado mi hombro sobre el
cristal del tranvía y de repente he mirado desde dentro. De repente me he preguntado.
Desde dónde nace la creatividad? Me ha surgido esta pregunta al ver a dos
chicas bailar y reír sin parar mientras conducían. Estaban en su mundo, ajenas
a todo. Posiblemente sin preocuparse de prioridades, de obligaciones, de
miedos. Alejadas de las reglas, las señales de parada y vigilancia. Sólo
reían, tan sencillo como eso. Me venía a la cabeza entonces la idea de la
velocidad amable. Otro forma de expresión de nuestro tempo humano. Esta vez era
escogido, un pálpito compartido entre dos chicas que acompañaban la música con
el movimiento de sus cuerpos. El medio técnico ahí no era tan trascendente.
Había perdido su fuerza manipuladora, cautivadora y estaba al servicio de la
risa. Era inmenso ese momento. Tan lanzado, tan libre y sin nada que
pudiera pararlo. La trasparencia vítrea de los cristales me recordaba aquél
talante de la modernidad que ha sido tan discutido. Pero toda la trasparencia
era secundaria, no tenía importancia. Eran las grandes bocas estallando en el
vehículo lo que impactaba, lo que realmente seducía. Su enorme libertad. Al
final se trataba de dos personas que habían escogido su propio mundo. Ahí
surge, sin duda, la raíz de todo acto de libertad y probablemente el primero de
los instintos creativos que tenemos. No sé qué olor tenía su risa, ni tampoco
su sabor. Pero había un aura de melancolía en todo aquello. En un mundo en donde
la crítica se empeña en dilapidar los caminos, en cercarlos, en categorizar; poder
escoger, elegir tu propio mundo hace saltar en pedazos todo. No hay no
“lugares” que no podamos hacer nuestros, que llevándolos al límite estrujen sus
fronteras sólidas para hacerse amables y cercanos. Esa es la parte de
melancolía que surge. Una extrañeza casi voraz, en ocasiones,
insalvable. La extrañeza de que a pesar de lo que digan seguimos aferrados a la
tierra, a nuestros instintos más primitivos y eso, afortunadamente, nos salva. De
todo este viaje de mañana me quedo con eso.
Aunque viajes desprendido en velocidades ingrávidas sobre raíles, quedará
siempre la risa. La risa amable y humana que nos acerca a la tierra.
jueves, 29 de agosto de 2013
Velocidad amable
Amable y curiosa. Casi es un despiste. Se mueve
lentamente y origina un encuentro. Un paseo familiar en bicicleta. Una carrera
de sudor por adoquines y piedras. Un paseo respirado, interno. No todas las
formas de velocidad son detestables. Si Virilio afirma que la velocidad y la
técnica han originado un distanciamiento del hombre con respecto a la tierra
que pisa, también puede considerarse que la velocidad puede llegar a
convertirse en uno de los más refinados motores que ayudan a conocer la ciudad
y sus habitantes. Sin duda hablamos de velocidades amables no adscritas a
medios técnicos sofisticados. No son despiadadas ni dependen o se construyen en
los medios de consumo y en las propuestas de ocio más comunes. Se adiestran en
territorios mucho menos convencionales y están sujetas a voluntades de tierras
y piedras. ¿De tierras y piedras? Sí. Emergen de una voluntad precisa de
abandono de la “ilusión del aire”; un camino que se desliga de ese mundo
ingrávido, si se quiere volátil que ha sido creado frente a nuestros ojos. No
dependen de autopistas, trasatlánticos, vehículos o aviones, sino que emergen
del contacto del hombre directo con sus pies sobre la tierra. A menudo perdemos
este sencillo sentido de la inmanencia. No se trata de sobrevolar con
fotografías, postales o paseos a caballo la ciudad. Se trata de emerger de
ella. De un contacto íntimo con las entrañas de la ciudad. El hombre no es
capaz hoy día, en la mayoría de los casos, de visitar la ciudad sino es
ataviado con un gran número de elementos técnicos que al final provocan ese
trascender, ese alejamiento. Cada vez son menos las personas que cruzan corriendo
la ciudad, que atraviesan sus calles, que dejan su sudor y su olor. Que son
capaces, como afirma Kundera, de sentir el paso de su tiempo e instante, de la
inevitable maravilla del envejecimiento. El aire es casi siempre el mundo donde
uno se mueve, ese aroma cautivador del shopping, de la conquista del mercado. Perfumados, vestidos de gala y repeinados salimos a la ciudad para
exhibir nuestras capacidades de conquista, recogida y simulación. Quedan
pocos ciudadanos que corren con amabilidad en la ciudad. Que han dejado su ruta
de sudor y lágrimas por los barrios, los centros, las plazas. Que desprenden
realidad y autonomía. Que son, en definitiva, la muestra de una autenticidad
escogida y sin tapujos. La velocidad amable es una suerte de reconquista del
hombre y su mundo. Es un paso saboreado, un hálito que golpea con fuerza en la
puerta de nuestra consciencia. Y ya no para, sigue caminando, emergiendo en
cada zancada sobre el asfalto. Se trata de un acto de rebeldía, de coalición
bélica contra la otra velocidad que ya no es nuestra; la que nos separa. La
velocidad amable muestra nuestro lado más humano. Necesita de esas formas de
expresión que se originan en la lentitud del espíritu. Y es ahí donde la ciudad
no se visita, no se sobrevuela. Es, sencillamente, nuestra. Una hermosa criatura
que nace y desarrolla en de cada uno de nosotros.
Etiquetas:
Crítica y análisis de arquitectura,
interferencias
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