Todo se genera en base a una idea, una
reflexión, una elección. No hay modernidad, ni modernidades, sino nomenclaturas.
El nominalismo crítico y depredador ha desvirtuado la realidad. Ya no se trata
de una ruptura o su cara opuesta: la continuidad. Ni siquiera se trata de
vender bajo la publicidad amable su posibilidad. Tampoco interesa precipitar su
enterramiento o su caducidad. La modernidad es puro nominalismo. Quizá, haya
que ver que tampoco se trata de averiguar si ha muerto; no queda nada de ella o
no ha acabado. O lo peor, es “inacabable” en palabras de Bauman. Se trata de
poner al sujeto, al ser, ante su mundo, ante su elección.
Elegir esa parte sensible, sin lugar a dudas,
nos pone ante un desafío crucial: tomar conciencia de nuestras posibilidades y
elecciones. Augé delimita bajo su círculo de tiza un mundo que no puede
considerase objetivo. Más bien es un “artefacto” modelado bajo la mente del que
ve y piensa, escruta e interpela. El mundo, nuestro mundo elegido, es muy cauto
y perezoso, gusta de la digestión y reproducción de los otros. El consenso
sobre la modernidad origina una “zona de confort” intelectual que suele oprimir
nuestra propia visión sobre los hechos. ¿Modernidad o modernidades? ¿Modernidad
inclusiva o ilustrada? ¿Una alternativa a la modernidad? La despensa de la
crítica y horizonte de la modernidad es tan grande, que la solución no estriba
en la construcción de un observatorio escrupuloso sobre la misma, sino en la
aventura de la apropiación individual. El lugar moderno, tan sugerido por la
crítica, explica muy bien el proceso digestivo de la crítica. Sin embargo, hay
algo que omite la generalidad intelectual: la elección del mundo, su
operatividad. Cuando se alza el grito sobre los eriales de la arquitectura y
urbanismo modernos, cuando se circunscriben las plataformas de comunicación
aérea y terrestres a los “no lugares”, se omite uno de los valores y cualidades
más intensos de nuestra naturaleza: la supervivencia; en todas sus
manifestaciones: la económica, la cultural; incluido ese espacio tan deseado y
aprovechable como es el amor. Sí, el amor, y su estado más embrionario; la
seducción. Éste pone patas arriba los soportes de hormigón que encauzan las
teorías separatistas de la modernidad. Olvidan su estática vida escénica y
pervierten las entrañas de los sucesos consensuados de la crítica. Se ponen
bajo su mentón y lanzan un golpe a su yugular. El lugar, quizá uno de los
territorios expiatorios más encubiertos por la modernidad y sus secuelas (los
post), se diluye cuando un individuo estúpido pero intrépido se propone lanzar
su conquista en la cabina de un avión y lo consigue. Para muchos esto sería
tertulia y rumorología descafeinada, pero para otros, sitúa y pone en entredicho una de
las grandes cuestiones de la humanidad: nosotros elegimos hasta las heridas,
los malos olores y humores. Nosotros elegimos qué modernidad somos…