Amable y curiosa. Casi es un despiste. Se mueve
lentamente y origina un encuentro. Un paseo familiar en bicicleta. Una carrera
de sudor por adoquines y piedras. Un paseo respirado, interno. No todas las
formas de velocidad son detestables. Si Virilio afirma que la velocidad y la
técnica han originado un distanciamiento del hombre con respecto a la tierra
que pisa, también puede considerarse que la velocidad puede llegar a
convertirse en uno de los más refinados motores que ayudan a conocer la ciudad
y sus habitantes. Sin duda hablamos de velocidades amables no adscritas a
medios técnicos sofisticados. No son despiadadas ni dependen o se construyen en
los medios de consumo y en las propuestas de ocio más comunes. Se adiestran en
territorios mucho menos convencionales y están sujetas a voluntades de tierras
y piedras. ¿De tierras y piedras? Sí. Emergen de una voluntad precisa de
abandono de la “ilusión del aire”; un camino que se desliga de ese mundo
ingrávido, si se quiere volátil que ha sido creado frente a nuestros ojos. No
dependen de autopistas, trasatlánticos, vehículos o aviones, sino que emergen
del contacto del hombre directo con sus pies sobre la tierra. A menudo perdemos
este sencillo sentido de la inmanencia. No se trata de sobrevolar con
fotografías, postales o paseos a caballo la ciudad. Se trata de emerger de
ella. De un contacto íntimo con las entrañas de la ciudad. El hombre no es
capaz hoy día, en la mayoría de los casos, de visitar la ciudad sino es
ataviado con un gran número de elementos técnicos que al final provocan ese
trascender, ese alejamiento. Cada vez son menos las personas que cruzan corriendo
la ciudad, que atraviesan sus calles, que dejan su sudor y su olor. Que son
capaces, como afirma Kundera, de sentir el paso de su tiempo e instante, de la
inevitable maravilla del envejecimiento. El aire es casi siempre el mundo donde
uno se mueve, ese aroma cautivador del shopping, de la conquista del mercado. Perfumados, vestidos de gala y repeinados salimos a la ciudad para
exhibir nuestras capacidades de conquista, recogida y simulación. Quedan
pocos ciudadanos que corren con amabilidad en la ciudad. Que han dejado su ruta
de sudor y lágrimas por los barrios, los centros, las plazas. Que desprenden
realidad y autonomía. Que son, en definitiva, la muestra de una autenticidad
escogida y sin tapujos. La velocidad amable es una suerte de reconquista del
hombre y su mundo. Es un paso saboreado, un hálito que golpea con fuerza en la
puerta de nuestra consciencia. Y ya no para, sigue caminando, emergiendo en
cada zancada sobre el asfalto. Se trata de un acto de rebeldía, de coalición
bélica contra la otra velocidad que ya no es nuestra; la que nos separa. La
velocidad amable muestra nuestro lado más humano. Necesita de esas formas de
expresión que se originan en la lentitud del espíritu. Y es ahí donde la ciudad
no se visita, no se sobrevuela. Es, sencillamente, nuestra. Una hermosa criatura
que nace y desarrolla en de cada uno de nosotros.
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