La gran escalera es la ruina del impetuoso. No es
arrogancia, tampoco tumba, pero huele a mal presagio. Al comienzo uno piensa
que se trata de otra aproximación al arte de la seducción, otro juego más. Y
todo apunta inicialmente esas maneras. La chica esperando en lo alto, erguida,
algo despistada, en actitud de pregunta. Curiosa por saber, porque alguien
acompañe su soledad, sin acercarse demasiado. De repente una ráfaga de
velocidad, escupida desde el vestíbulo. Es el conquistador, de nuevo honrado
por su atrevimiento. La jerarquía comienza a funcionar. Se sitúan solos, entre
el vestíbulo y el gran espacio
intermedio de la entrada. Ya lo avisa la arquitectura. Es una proeza utilizar
un espacio ávido de escapadas lanzadas hacia el infinito mar, para la aventura íntima del amor. Arrojado por la esclavitud de la
soledad interminable, nuestro seductor se lanza, pero no llega. Ha perdido toda
su fuerza antes de empezar, desde la garganta. No le quedan miradas, ni
insinuadas ni directas. El gran vestíbulo es cruel, no permite fallos ni
errores. Está afónico, y la chica huye. Huye por tanta garganta helada, minada
de dinamita. Se desespera y corta, pero todavía no se despide. Nuestro seductor
insiste, pero olvida la escala. Su voz es demasiado alta, se desparrama y
diluye. Y de nuevo la jerarquía del amor se alza sobre sus cabezas. Ella ha
entendido su mensaje. Su medida elegancia la salva. Intuye que la propuesta se
escapa de los límites marcados por el lugar y espera en silencio. El seductor
insiste, pero no queda ya nada que desplegar. Sólo sus alas, las de la
desventura. Otro amor perdido se pregunta. Otra posibilidad proyectada al aire.
Y la arquitectura; ese gran cuerpo de la seducción, vuelve a marcar los
recorridos. Unos los ven otros pasan de largo. A nuestro fallido seductor sólo
le queda volar, volar hasta el derrumbamiento por los acantilados, esos que no
tienen piedad ni nombre…
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