Todo acto poético se inicia en la épica. Es el
primer sustrato en donde la palabra comienza, desde la garganta, desde el
grito. Borges no se equivocaba en absoluto. Pero la épica no es sólo poética.
Es todo. Desde que nacemos hasta que morimos ejercemos nuestro grito épico
tanto en la llegada como en la despedida. Nos movemos sin tregua en una lucha,
unas veces silenciosa, otras movida, por dar aliento a esa hermosa criatura que
es la vida. Y no podemos evitarlo. Aunque seamos comedidos o diplomáticos en exceso,
antes o después aparece. El acto creativo nace, desde un desierto acumulado, un
viaje lleno de maletas vacías. Impreciso hasta el arrepentimiento nos cautiva
sólo si somos capaces de regarlo cada día, cada hora, cada momento. ¿Pero quien
no grita en medio de la inmensidad de la arena?, ¿qué puede salvarte sino la
épica del náufrago? Despiertas desde la sana locura, en una tormenta
inextinguible. Habría que escribir sobre todo lo que nos pasa, sin el temor a
la calidad narrativa, abandonando todo innecesario intento de exhibición,
aunque nos cueste mucho. Me temo que aterroriza la idea por la soledad que
refleja. ¿Una escritura huérfana? ¿Sin lectores apasionados, sin aplausos? La primera escritura es la única posible, la
nuestra, a solas. Ahí el cuerpo activa la épica porque el primer grito no
proviene del miedo que provoca la aceptación o el rechazo, sino la angustiosa
orfandad del escritor que se ve descalzo. Los cuerpos hieráticos de los
suburbios ya no nos acogen y estamos solos; solos!! ¿Cómo no vamos a gritar,
aunque sepamos que no nos oyen? Es el primero de los grandes miedos; la
dolorosa angustia de la servidumbre propia. En el fondo nos aterra, antes que
nada, ser siervos de nosotros mismos, perdernos en el laberinto excesivo de
nuestra autonomía. Otros dirían que esa es la primera gran fuente de la
vanidad; el lugar de la soledad, el rechazo a todo lo que no sea el encuentro
íntimo con uno mismo. Sin embargo creo, que la vanidad articula su expresión en
otro gesto de locura distinto y más despiadado. Vive en las postrimerías del
desierto individual pero busca con ansia su anhelo: exhibirse en el ámbito de
lo público. La otra escritura; la épica, la del inicio y el final, no es tan
astuta y narcisista. De hecho, es inconsciente casi siempre de su porvenir y su
futuro y fluctúa entre el barro y la desidia, lo fallido y lo erróneo. Se cree
vulgar y prescindible y por eso, quizás, se escribe menos. Todos gritamos en
algún momento de nuestras vidas, expresamos un sentimiento, muchas veces oculto
por el temor ingobernable a lo ridículo. Así diluimos nuestro mundo en una
acuarela abstracta sin trazo. No perdamos de vista nuestro grito, nuestro
derecho a la épica, a lo vivido y olvidado.
Somos huérfanos! Y qué! ¿Acaso no lo fueron muchos
otros?
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