Mi mundo es mío nada más. Ni puedo delegarlo
a otros ni me atrevo. Pero tampoco quiero vivir en los límites de las tapias
del egoísmo. Hoy asistimos, la mayor de las veces, al desmoronamiento de un
mundo que creemos nuestro como escaparate. Nos atrevemos a enjuiciar actitudes
políticas, religiones y éticas. Sometemos a insultos a gobernantes y “canta
mañanas”, pero evitamos nuestro propio afrontamiento de las cosas. Y no digo
enfrentamiento, lo subrayo. Digo afrontamiento. El primero de ellos señala una
huella de sangre que a buen seguro todo el mundo busca evitar: la pelea que
golpea con fuerza en nuestro estómago. El segundo no es más que una caricia en
comparación. De hecho no supone rebeldía ni arrebato, sino tan sólo una toma de
conciencia.
Que queramos presumir de casa, vestimenta y
coche, que queramos impregnarnos en perfumes costosos y aplausos condescendientes,
no nos priva aparentemente de nada. Claro, aparentemente. Porque la apariencia
inflacionaria de la imagen es sencillamente lo que cuenta. El enfrentamiento se
descuida y olvida, porque la pátina de maquillaje masivo impuesto a la piel,
borra los poros y la respiración. El mundo es nuestro, dicen. Se prometen votar
y salir a la calle, golpear la mesa en la comida del mediodía cuando escuchan hablar
de la deforestación de sus pueblos, esgrimir poemas de la locura contra las
instituciones y sus cabezas pensantes, pero son tan necios que son ellos mismos
los que someten al fuego sus jardines.
Son ellos, los que se exhibieron al sol
estelar, los que además se pelean a gritos con la tierra y los árboles, los que
embrujados por el elixir del consumo sacuden las raíces para subirse a las
terrazas más altas. Me da lástima ver como cada uno de nosotros invierte tanto
tiempo en su propia enajenación. Me da pena observar como cada uno de los otros
envidia esa enajenación y la imita y reproduce. No queremos enfrentamiento, no
queremos guerra, pero tampoco afrontamos la voluntad independiente de nuestro propio
destino. Así va el mundo; ese ser exterior, que por alguna razón no hacemos
nuestro, cuando realmente la decisión, la verdadera decisión, se produce en el
milímetro de nuestras manos.
Es preferible soñar con el cambio a gran
escala -bajo el enfado de la exhibición-, que perseguir un encuentro con el
instante más pequeño del mundo: el que alberga a buen seguro nuestro corazón. Afrontar
es convivir codo con codo con el mundo. No es pensar en la periferia de la
marginalidad inconsciente, ni mucho menos, ni vivir en los suburbios de la
piel. Querido amigo, espero sinceramente, que aquél árbol -el único que quizás
queda como criatura buscando sobrevivir-, encuentre nuestro indulto, el mismo
que irremediablemente necesitamos nosotros…
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