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1. Centro de Artesanía de Lorca ,1988. Juan Antonio Molina Serrano |
Ha escrito recientemente el arquitecto y crítico finés
Juhani Pallasmaa que la arquitectura constituye el escenario más importante de
“celebración” social de una comunidad. Si bien es cierto que la visión social
ha venido debilitándose desde las dos lecturas más importantes promocionales de
la arquitectura contemporánea; la del mercado inmobiliario y la del Star
System, también lo es, que se han dado y se dan casos, en donde el ejercicio
profesional busca, antes que nada, convertirse en el escenario de lo social,
fortaleciendo el enraizamiento, la comunicación y vida de los ciudadanos. La
obra y trabajo del arquitecto murciano -español- Juan Antonio Molina Serrano
explica esta vertiente, que entiende la disciplina como un motor en donde la
“bienestancia”
y el cuidado de la “urbanidad” -Zevi- son los instrumentos vertebradores del
diseño de la ciudad. Nuestra reflexión
pretendería, entonces, indagar en las fuentes teóricas y proyectuales de este
arquitecto, entendiéndolas como testimonios concretos que nos ayudan a conocer
y proyectar una ciudad más afable y cercana para los individuos que la habitan.
Para ello, explicaremos uno de sus proyectos más notables: el Centro de
Artesanía de Lorca, realizado entre 1986 y 1988, síntesis de su ejercicio
profesional, y que expone recorridos vertebrales de todo su trabajo: “celebración”
y exaltación del trabajo artesano, vocación por dotar de contenedores
arquitectónicos capaces de aglutinar lo social, y rechazo a la singularidad o
aislamiento -soledad- de los “objetos” como una línea proyectual más comúnmente
elegida dentro de nuestra cultura arquitectónica contemporánea. Desde la
lectura atenta de su trabajo, también se vuelve a abrir el eterno debate sobre
cuáles son los argumentos que enmarcan la disciplina arquitectónica, y de cómo
éstos deberían responder a la ciudad heredada y ofrecida a lo largo de la
historia -preexistencias, forma urbana, cultura, identidad y sociedad-. De la
misma manera, y como tendremos oportunidad de comprobar, veremos cómo se ofrece
en su obra una muy peculiar condición de entretejer lo social y la comunicación
ciudadana, a través de una compleja y variada construcción de recorridos,
promenades, materialidades -hapticidad y potenciación del tacto-, escenografías
y “formas ilusorias”.
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Topofilia:
construir un lugar
Con
el Centro de Artesanía de Lorca realizado en 1988, Molina explora todas las
grandes invariables que articulan su obra: atención directa al lugar,
construcción de recorridos o promenades que potencian lo social, valoración
material y expresiva de la estructura y los materiales, y lectura sensible por
la historia y la memoria heredada (Figura 1,2 y 3). El proyecto emerge en un
territorio donde se dan fuertes preexistencias ambientales y construidas: la
propia configuración urbana adquirida, el Palacio de Guevara y la Iglesia de
San Mateo -siglo XVIII- muy próximos, a los que se suma, la necesidad de “recuperar”
la alineación impuesta por la antigua fachada del edificio de Caballerizas.
El caso es que Molina va a recurrir, y como ya hiciera en una obra inicial en
su carrera como el Transformador para el ceramista Pedro Borja en 1972, a
enterrar el edificio. Otra gran caja de hormigón -doce metros de ancho por
cuarenta de largo- que sobresale levemente y que sostiene el programa principal
bajo tierra. La estrategia del reencuentro con el suelo
se inicia desde una cota de altura inferior al nivel del firme. Se renuncia, de
esta manera, a la posibilidad de generar un gran volumen en altura que pudiera encontrase
al mismo nivel y escala de los dos edificios históricos que lo circundan (Figura
4, 5 y 6). Dos razones contribuyen a esta lectura: el edificio actúa
principalmente atendiendo a las preexistencias, evita erigirse como un objeto
singular
que se sobrepone a las razones del lugar; por lo tanto, no se construye un
volumen aislado; se crea un entorno.
Pero Molina no realiza una réplica, ni tampoco un relectura mimética formal.
Su propuesta incurre irremisiblemente en un punto de contraste que refuerza las
leyes del lugar. Ese contrapunto ayuda a
diferenciar claramente los límites de la intervención y contribuye a una
relación adecuada entre los edificios.
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Sin embargo, la que parece constituir la
razón argumental más importante de la propuesta se resume en lo siguiente: el
proyecto no es sólo, además, un edificio autónomo, es, antes que nada, una
forma y “lugar” urbano de la ciudad; un nuevo espacio para la vida del
ciudadano. Se ha concebido como una pieza que forma parte de un complicado
engranaje de construcciones o preexistencias que deben ligarse y unirse
mediante la intervención.
Se entiende, por lo tanto, que no genera un límite sólido entre los márgenes de
la forma urbana inmediata, sino que diluye sus fronteras favoreciendo la
comunicación entre puntos de la ciudad o barrios. Molina entierra el edificio
no sólo porque considera que su impacto será menor en el lugar, porque la
construcción de sus promenades se hará más efectiva -según sus intenciones-,
porque el lenguaje utilizado y su gramática serán menos evidentes y se harán
más amables, sino también porque el edificio pretende actuar como un vector más
del contexto: es una plaza, una gran calle, otro recorrido que une sitios y
lugares de la urbe diferentes (Figura 7 y 8). Por eso la cubierta revela su
importante presencia en el proyecto, no sólo es un trasunto o capricho
retiniano, sino que actúa como catalizador de esas circulaciones, de las acciones
del habitar. Se trata de otro espacio
más de la ciudad y una posibilidad que ayuda a cruzar y conocerla a través de
él: un lugar dentro de otro lugar, urdido en el originario y preexistente. El
“genius loci” reaparece sensiblemente con un nuevo espacio que ayuda a
contemplar, visitar y participar del entorno desde nuevas perspectivas.
Quizás
este sea, como venimos apuntando, un aspecto muy reseñable de la intervención:
su oposición tajante a depositar un edificio. De ahí que la intención fuera que
emergiera, que naciera desde la tierra, que su lugar de despliegue fuera directamente
la topografía desde su excavación, y que su expresión exterior terminara
reflejando aquella procedencia sutilmente.
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La cubierta es al final suelo urbano
“practicado”, segunda tierra del
edificio, donde las plantas y los árboles, al crecer, pretendían suavizar su comportamiento
ambiental. A su vez, el Centro de Artesanía muestra una vocación muy clara por
participar de su ubicación; invita a contemplar los muros y sillerías
existentes -edificios cercanos-, contribuyendo a evocar otras arquitecturas, y generando
un mirador sobre la ciudad. La cubierta y su tratamiento juegan un papel
crucial; no sólo es un lugar de peregrinación y salto entre barrios, sino que
aglutina y construye los elementos de ese observatorio; ubica los espacios
necesarios para la visita y propiedad sobre el entorno (Figura 9 y 10). Todo ello, sin olvidar que la gran
cubierta/jardín desde la que se divisa lo existente, nos remite también al
universo pretérito e ilusorio de Le Corbusier con su “quinta fachada”.
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Otra cuestión valorable, a tener en cuenta, es
la condición intimista y recogida del conjunto. Tanto en la parcelación,
mecanismos de conexión y distribución de la vegetación y jardín,
como en la elección y ubicación de las luminarias y otros detalles de la
cubierta/plaza, se atisba la predisposición del arquitecto – bien apreciada-
por los “hortus conclusus” y los “locus amoenus”, tan en clara consonancia con
la cultura medieval o renacentista -y relecturas posteriores-; reinterpretada aquí
en clave contemporánea, y que se constatará como invariable o constante en
otras obras suyas con mayor o menor intensidad.
Se
podría afirmar que Molina al final, propone un gran zoco que desde el interior
emana hacia fuera trasladando la fiesta y exhibición de los objetos artesanos,
subrayando el carácter social -exaltación social- que su arquitectura
manifiesta, y que lo une también a todas aquellas resonancias escogidas a la
hora de proyectar que acompañan sus largas y meditadas visitas al norte de
África. Ahí, escondida pero presente como un susurro vivo y latente, la memoria
y la historia de esas arquitecturas milenarias resuenan con fuerza, y se hacen
posibles con los nuevos lenguajes en el Centro de Artesanía.
Promenades: elogio al caminar
La
construcción de los recorridos o promenades se propaga, en síntesis, a lo largo
de toda su trayectoria profesional; desde su inicio hasta el final.
Efectivamente en el Centro de Artesanía de Lorca, la promenade nace de la relectura
contemporánea de un zoco. Un gran espacio central que organiza el gran mercado
de objetos que se van distribuyendo en un recinto circular de rampas. Se trata
de dejar caer el recorrido y organizarlo en torno a ese gran vacío central.
Una gran figura oblonga de hormigón, entre lo orgánico y neobrutalista
(Figura 11 y 4), se describe en su sección, desde el mecanismo de una gran
rampa
que va desgranando el programa y contenido expositivo; la feria de la artesanía
(12 y 13). Y es ahí, precisamente, donde se da y nace la primera declaración de
una escenografía: cifrando los modos de abordaje espacial; insinuando su
sincretismo. Volviendo, de este modo, a motivar un acercamiento que se mueve en
esas rutas escénicas que el arquitecto escoge en sus arquitecturas: descubrir
la obra; caminar para conocerla; invitar a los visitantes a caer, a bajar para
recorrer esas promenades. Será entonces, en un primer estadio del caminar,
cuando el pavimento y su expresivo tratamiento en la entrada, anuncie y marque
el primer umbral, el inicio de una sorpresa sugerida y de una realidad
paralela.
Como casi siempre, el juego y la ambigüedad se
mostrarán como carta de presentación, a pesar de la claridad expositiva de las
narrativas espaciales. Este cuidado desequilibrio podría entenderse, quizás,
desde la búsqueda insistente en su obra de un valor denostado o marginado
dentro de nuestra cultura contemporánea: la lentitud. Su arquitectura lidia en
los límites de esta contienda: retener los tiempos, generar lugares dentro de
los alveolos arquitectónicos que provoquen la parada, la inmersión en el tiempo.
Acaso como un deseo oculto de recluir e incluir, de invitar a permanecer. Tal
vez por ello, la gruta de hormigón, el gran “bunquer”, expuesto desde la
continuidad material y espacial, puede enlazar con la metáfora construida de la
protección, recuperando aquél universo o imaginario de Bachelard: “la casa
protege al soñador, nos permite soñar en paz”.
Y
es que, efectivamente, el centro se erige en su interior desde una escala casi
doméstica, aferrada al calor y cuidado del hogar que se le atribuye.
Nuevamente, como sucederá en gran parte de su obra, se diluyen los límites
entre lo público y lo privado -casi lo doméstico- aspecto sintomático también
que se daba, como vimos, en la cubierta/plaza.
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En su
interior todo está fundamentalmente construido y acabado en hormigón, desde los
grandes muros, cubiertas, forjados, detalles constructivos, hasta incluso gran
parte del mobiliario sólido y fijo del edificio, imprimiendo un valor
secuencial espacial, pero también fortaleciendo la sensación de inmanencia y
pertenencia que desde el tratamiento material percibe -siente- el espectador
cuando lo visita. Se trata de una gran gruta, un vientre excavado que se
adivina progresivamente pero que visualmente parece único.
Los
espacios centrales culminan con mallados metálicos -lucernarios cenitales- que
sobresalen en la cubierta y que rememoran la obra de Wright. La gran promenade invita a caminar desde el material del
pavimento y la continuidad de los
muros perimetrales de hormigón. Se trata de una promenade amable, lenta,
inscrita en esas formas de expresión de la arquitectura a las que se refiere
Pallasmaa.
Un
espacio tremendamente evocador, con ciertas reminiscencias de una melancolía
escondida pero sugerente de las arquitecturas pretéritas, y manejada con una
cuidada introversión espacial que ha trascendido en el exterior con sumo cuidado.
El gran volumen de hormigón que sobresale levemente en la superficie, de nuevo,
no quiere ofrecer sus secretos.
Molina quiere en la cubierta crear ciudad, favorecer la parte más exhibida -
aunque con claras concesiones a la privacidad- del proyecto, pero en su
interior prevalece una sensación de recogimiento, de quietud. Un paseo que se madura
y saborea, que es más táctil que visual, prolongándose en el tiempo como una
caída sin fin. Es una obra grave, de peso -tectónica- que promueve un alegato
si se quiere arrebatado contra la condición ligera -ingrávida- y transparente
de la modernidad. Se trata de un proyecto que abriga el caminar, que lo acoge y
que invita a la demora.
Desde
que comienza el recorrido, se originan esos lugares que quedan entre los patios
de luz del vestíbulo y que se prolongan hasta los rincones de vegetación que se
distribuyen en la cubierta. Lugares de paso y caída, de reposo y espera. Motivados
porque deliberadamente se defiende el valor que la calle tiene en la
composición de la ciudad.
Molina se resiste a que sus edificios constituyan tan solo espacios de transición,
de paso. Y este recurso y sobrevaloración de las rutinas sociales atribuibles a
la tradición de la calle, está presente en todo el conjunto y un buen número de
obras realizadas por el autor. Como no podía ser de otro modo, vuele a generar
esa dicotomía entro lo cerrado y lo abierto, lo público y lo privado, lo
transitable y lo prohibido: capas de
recorridos sinuosos; adarves (Figura 14).
Llegados
a este punto, podemos subrayar que toda la obra, como venimos apuntando, aparece
orquestada desde un principio universal: el acto de caminar. Sin embargo, éste
ya no culmina dentro del escenario de una síntesis moderna -reforzada desde el
seguimiento lejano enmarcado en el fervor crítico de un primer Le Corbusier-,
sino que es el resultado de una conquista fenomenológica milenaria.
Al final puede concluirse, que todo lo expuesto tiene que ver con la exaltación
del recorrido -por extensión de lo social y del habitar-, con el paseo, con
elogiar la actividad placentera -festiva- del caminar como venimos apuntando:
“Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento
de su existencia”.
El Centro de Artesanía de Lorca se erige como un edificio que desde su asertividad
contextual, sus recorridos, tiempo y tempo, sus materiales y cualidades
hápticas, y cubierta/plaza/calle, termina ofreciendo un lugar a la ciudad donde
aquietar el tiempo, donde acoger el caminar. En la esperanza de construir una
ciudad menos agitada y convulsa, de atrapar lo furtivo y transitorio.
De ser, al final, otro lugar más de la ciudad donde convivir y disfrutar.
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Los
conceptos constructivos se muestran próximos a las ideas originarias expuestas
por Reyner Banham aunque tienen que
verse aquí como versiones recicladas o híbridas. En algunos proyectos de Juan
Antonio Molina, se aprecian soluciones vinculadas a lo que se ha denominado
como Neobrutalismo. Es pertinente también señalar, que en España ya han habido
figuras – caso de F. Higueras o A. Miró, y otros tantos- que han transitado los
caminos sugeridos, como también maestros, ya reconocidos por su magisterio en
Molina, como son Oiza, y el que sería profesor en la carrera del arquitecto
murciano: Javier Carvajal. Sobre la permanencia contemporánea de las secuelas
de esta herencia Purini señala lo siguiente: “Se
è vero che il Neobrutalismo si riprometteva di esprimere il ruolo sociale
dell’architettura tramite la sincerità del costruire, mà sincerità
rappresentata dalla corrispondenza il più possibile esatta tra i materiali e
l’impianto tettonico, tra il volumen complessivo del manufatto e i suoi spazi,
tra l’edificio e il contesto, allora è anche vero che questa intenzione si
riscontra ancora oggi in alcuni orientamenti della ricerca”. PURINI, F. Derivazioni
inquiete. Architettura Estrema. Il
Neobrutalismo alla prova della contemporaneità. A cura di Anana Rita Emili.
Roma: Quodlibet Studio. 2011. Pág. 35. Véase también: BANHAM,
R. El brutalismo en arquitectura. Barcelona: G. Gili. 1967.
BACHELARD, Gaston
(1965). La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica. Pág.30.
“En
mi opinión, sin embargo, la arquitectura es intrínsecamente lenta y tranquila,
una forma de arte de baja energía en sus emociones si la comparamos con las
artes efectistas que buscan un impacto emocional súbito. Su función no consiste
en crear figuras o sentimientos fuertes que ocupen el primer plano, sino
establecer cuadros de percepción y horizontes de comprensión. La tarea de la
arquitectura no reside en hacernos reír o llorar, sino en sensibilizarnos a fin
de que podamos ingresar en cualquier estado emocional. Necesitamos que la
arquitectura nos proporcione un sustento y una pantalla de proyección para
nuestros recuerdos y emociones. Creo en una arquitectura que ralentice y
enfoque las experiencias humanas en lugar de acelerarlas o difuminarlas. En mi
opinión, la arquitectura debe salvaguardar los recuerdos y proteger la
autenticidad y la independencia de la experiencia humana. La arquitectura es en
esencia una forma artística de emancipación, y nos debe permitir comprender y
recordar quiénes somos”. PALLASMAA, J. Una arquitectura de la humildad. Madrid: Fundación Caja de Arquitectos. 2010.
Pág. 165.
SOLNIT,
R. Wanderlust. Una historia
del caminar. Madrid: Capitán Swing libros. 2015.
Sobre
esto último el arquitecto y pensador finés señala: “Las ciudades y los
edificios antiguos son acogedores y estimulantes, puesto que nos ubican en el
continuum del tiempo; se trata de amables museos del tiempo que registran,
almacenan y muestran las huellas de un momento diferente a nuestro sentido del
tiempo contemporáneo nervioso, apresurado y plano; proyectan un tiempo “lento”,
“grueso” y “táctil”. Op. Cit. Habitar…
Pág. 9.