Supongo que no hay razón para perderse entre calles
sombrías; para verse sacudido por el estupor de la noche. Supongo que no es la
ciudad quien provoca la pérdida. Que a pesar de todo, en ella, no hay nada, que
no haya sido creado antes por nosotros. Todos tenemos una pequeña ciudad
interior. Con sus avenidas, sus largas calles, sus adarves, nudos, plazas e
hitos. Todos, de alguna manera, practicamos una forma de entender la ciudad que
hace que ésta sea. Adquirir esa última conciencia conlleva un esfuerzo de
reflexión, pero también facilita una relación mucho más abierta y libre con lo
que somos. Esta es la esencia misma de habitarse. Todo lo escrito o pensado en
estas dos últimas décadas nace de reflexiones sujetas a la interpretación de
determinados críticos. Todos han arrojado luz sobre las cuestiones más
acuciantes de la ciudad, pero también han fortalecido el distanciamiento
individual y elegido. Nadie puede habitar a través de otro. Nadie puede
deshabitarse. La ciudad es antes que nada, un mejunje de habitares sólidos y
líquidos, de pelos rojizos o rubios, de sabios o necios, de señoritas de postín
o vagabundos de pan. Todo son habitares en toda sus expresión y todos habitan a
su antojo; los más afortunados, y bajo la tiranía, los que menos. Aún así, por
poco que quede en los rincones más profundos de la conciencia, el acto del
habitar no es otra cosa que la adquisición de una elección que manipula y
tergiversa la ciudad. No puede haber teoría posible que aísle, bajo
generalidades, la manifestación plural e innumerable de la humanidad. Se
agradecen los esfuerzos por reglar la realidad pero al final, ésta se abre paso
desde cada y único caminar. Yo me habito
antes que nada. El hecho de que yo fije mi atención sobre la bajada de un
pasajero en una estación, y la forma en que mira a la mujer que le releva en su
asiento, no está determinado por el consenso de la crítica ni por su relevancia
o postureo. El acto del habitar individual es indescifrable y único. Cada cual
elige su manera de acercarse al mundo y defiende aquello que le resulta más
apropiado. Y aquella apropiación no tiene por qué ser consciente o haberse
nutrido en teorías del gusto o filosofía contemporánea. Simplemente actúa como
la vida y cualquier comportamiento molecular del mundo: desde el cambio y la
inestabilidad. Habitarse, antes que nada, es un acto de reconciliación y
autoconciencia humana. No puede delegarse ni venderse en el circo a poco
precio. Nos guste o no. Cada uno de nosotros deja su huella, por muy
insignificante que parezca. Cada uno de nosotros modifica algo en su paso, por
muy pequeño que sea. Y cada uno de nosotros es habitar en esencia y antes que
nada, ocupa su minúscula parte en el mundo, pero la ocupa al fin y al cabo.
Quizá, esa sea la gran y siempre reciclada esperanza histórica del hombre:
seguir habitando el mundo. Seguir habitándose…
lunes, 31 de agosto de 2015
Millonarios de instantes
Las enseñanzas de lo cotidiano actúan con más
profundidad en nuestra personalidad, que la fugacidad de las grandes
previsiones. No hay nada como sentarse en la plaza de un pueblo y simplemente pararse a escuchar. Los abuelos han caminado toda su vida y se aferran a los
mismos paseos, con los mismos vértices, inicios y fines. Se dejan caer con toda
su amable alegría en los bancos. Improvisan conversaciones o charlan de lo
cotidiano como si la vida para ellos no tuviera ningún tiempo externo. No creo
que la televisión sea un problema para ellos ni la era digital. Ellos siguen
soñando con los montones de paja donde dormir sin temor a nada. Siguen
resumiendo su vida en cada paso, porque ellos sí han venido para seguir
forjando abreviaturas.
¿Por qué habremos condenado la abreviatura al campo
pseudo social del comercio de imágenes?
¿Por qué seguimos insistiendo en la
conducta del consenso, del ciberespacio?
Con tan poco se puede ser millonario,
pero nunca es suficiente.
Las generaciones han ampliado y reducido las distancias,
no se contentan. Creen haber dominado el mundo con las redes digitales y la
alta tecnología del transporte. Podemos movernos a toda prisa, reducir los
espacios en su distancia y limitar el mundo a un grano de arroz. Sin embargo,
paseamos en nuestro pueblo bajo la obsesión de las mismas lecturas de falsa identidad. No
soportamos el coche lejos del hogar; dormimos con la inquietud del movimiento
de un parabrisas en una noche de lluvia.
Desde esa ley, el sujeto retoma la
ciudad o la urbe con la ansiedad de un delineante que cruza y cruza líneas para
tenerlo todo atado.
Creo que deberíamos aprender a parar un momento.
Reflexionar sobre porqué hemos llegado a desestimar las abreviaturas en la
ciudad y en nuestros pueblos. Porqué se necesita someter las escalas de cada lugar
a la medida de otros.
El tiempo se ha desdoblado, hay una gran oquedad en todo
el tiempo. Cuando se escucha la sabiduría de aquellos ancianos se entra en razón.
Parece que se suspenden los impuestos, las tonterías, el exceso de palabras.
Aquellos millonarios de instantes no se vendieron al diablo ni se han perdido
en copas o borracheras por ganar la lotería. Siguen a su ritmo escudriñando
humildades de riqueza desconocida. Hay que estar muy atento y escuchar mucho.
Quizá haya que subir sus mismas rutas, y descansar en las mismas fuentes de
abastecimiento emocional, para llegar al estado en el que ellos se encuentran.
Creo que podría bastar y hasta sobrar tanto silencio y verdad. Tanto
millonario con ropas de labranza y pedazo de pan.
Para el dolor insalvable de
los ciudadanos que siguen buscando la fortuna material: que busquen menos y se
sienten a descansar.
Que cierren los ojos,
que callen.
Que sea la humildad, la humildad
millonaria la que emprenda todas las voces.