Como un dolor la laguna avanza. Como una
siesta que se duerme y prolonga demasiado. A pesar de las búsquedas la ciudad
nos espera. Hay que verla con cuidado o cerrar los ojos para escucharla, pero
todos tenemos una laguna propia. No es el mar de nadie, sólo es el nuestro.
Zarpar no sería la suerte del paseo en barco junto al resto. Esa fatalidad hay
que asumirla. La colilla, el papel, el abandono de la ciudad no es cosa ajena
ni delegable. Pero la sintonía siempre reprime al corazón solitario. Siempre
preferimos sintonizar con el resto, escapar de la individualidad. No
pretendemos vernos envueltos en las decisiones de la ciudad que se deciden en el
milímetro más pequeño de nuestras manos. Por doquier se ven casos de ese falso
consenso que se contenta con reciclar botellas, cartones y basura orgánica.
Nuestro salón ha dejado, literalmente de ser la calle, el nudo, el barrio o la
plaza. Todo se ha convertido en un inefable gusto por los aromas y la cosmética
más superficial. Pero son los mismos que se perfilan como modistos, los que no
se asustan al agredir a la ciudad con la caída de sus colillas o tirada de
basura varia. Aquella laguna, aparece empobrecida por la pérdida de la soledad.
Por una pérdida que se sustituye en falsas concurrencias y saludos. Por un
malestar del sujeto que no ha añadido a su cesta de la compra un poco de viento
y alegría. Se han visto todos, pues, envueltos en la misma tiranía vacía de las
promesas de la ciudad. Ninguno ha querido oír de limpiezas que no sean pagadas
o resueltas por los servicios de limpieza. Cuando uno se retira a esperar a que
la voz llegue a su puerta, incurre en delito directo contra su autonomía y libertad.
Pero la autonomía es de todo y en todo, no es sólo para esto o lo otro. Todo es
incluido. Ahora que la ciudad se desgaja en periferias y griterío de
supermercado, la laguna reflota como una epidemia vital que sanará más que su
nominalismo. Perdidos o contaminados, sólo hay un camino hacia la ciudad:
perderse. Perderse una y otra vez. Sin temor a ser vendido o violado por la
seducción del comercio mudo. Sin temor a perder la laguna. La que a cada uno le
corresponde. Y precisamente es corresponder, lo que debemos hacer con la ciudad.
Corresponderla con la misma alegría social que llegó a nuestros brazos. Para
que no muera más, para que sus heridas cicatricen, para que se oxigene a todo
pulmón. Terminan los días que despiden ya el año. Y ahí queda la laguna, para
acercarse y navegar. Con los ojos bien abiertos o bien cerrados, según se mire.