“La arquitectura no se construye para ser
“histriónica”, como sostienen algunos. A una ciudad que requiere tantos
artefactos urgentes –como “una casa para cada uno”, escuelas, transportes –no
le interesa que se coloquen esas guindas de pastel sobre sus desastres. Es algo
estúpido”
Paulo Mendes Da Rocha
La ciudad grita para ser escuchada. Para
enamorar y no verse enojada por el olvido. La ciudad pretende vacilar,
exponerse ante nosotros. Cuando visité Londres este verano pude caminar a pié
hasta la City del capital. La ciudad de los Rogers y los Foster. Todo parecía
envuelto en celofán. Las prohibiciones de entrada, las escalas perdidas, la
higiene de los sponsors. Podría haber caído en el embrujo de aquél canto porque
no hay sombras donde apagar la fuerte voz con la que susurran. Podría haberme
subido a un coche de lujo para desprender joyas y silbidos desde la ventanilla
bajada. Probé a enamorarme, pero no pude. Se escapó todo el cautivo y despierto
trasiego por la retina. Fue abundante, pero nada más. La ciudad no es sólo eso.
La abundancia, cuando se ve de cerca, está vacía. Además, de qué sirve tanto
espectáculo de superficie si sólo es máscara y cosmético. No puedo explicarme
como todo aquél vendaval de arquitecturas no eran capaces de diálogo alguno.
Están hechas para no dejar a hablar ni escuchar silencios. Se mueven
continuamente en la especulación y el derroche. Por eso hay otras imágenes que
son un alivio. El skyline del mendigo me salvó. La curvatura de su cuerpo
reflejaba la misma que su pensamiento. Era un edificio en ruinas, apretado a
sus manos, dejando caer la cabeza. Hasta podía ser la misma materia de los
muros colindantes, desconchados. Exigía una rehabilitación, una conversación en
la que explicara qué pensaba y cuál era su mundo. Es una pena que todo haya
pasado desapercibido. La ciudad se ha acostumbrado a no poner nombre a este
tipo de cosas. Somos capaces de asombrarnos ante la piel de los “fosteritos”
sin conceder ni un segundo al hambre y la soledad de los mendigos. No tenemos
punto intermedio ni lo necesitamos. La retina es siempre lo que cuenta, lo que
da a este mundo su medida, su skyline. Y sobra todo lo que pueda comprometernos
o avergonzarnos. Probablemente la City económica no nos invitará jamás a
degustar el champagne de sus ejecutivos. Nos contentará con su cara bonita y
pantomimas. Y a ser posible haremos fotos junto a la entrada de los edificios
para subirlas a la redes sociales exhibiendo nuestra alcanzada fortuna
retiniana. Mientras tanto, aquél cuerpo de lástimas y sueños perdidos, pasará
junto a nosotros como si nada. Hemos convertido la ciudad en un muestrario de
cuerpos de hierro, acero y hormigón, que son más importantes que el primer
cuerpo del hombre. Le hemos dado más valor a las criaturas de los museos que a
la vida misma que empujó a que emergieran. Somos así, tan despiadados como
inútiles, tan exhibicionistas como superficiales. Casi umbrales, diría, las
personas somos ya umbrales sin espesor, sin lugar intermedio, tan sólo
superficie embadurnada en olor a Chanel y Christian Dior. Pero ahí quedan esas
arquitecturas de los grandes empresarios; los mismos que no se dan cuenta de la
caída del mundo.